Hermandad en el Café Cultural
Elliette Ramírez Alvarado
Los recuerdos de Christian me han dejado llena de ternuras y lágrimas el alma. Es sencillamente hermoso recorrer aquellos tibios atardeceres crepusculares con una alegría interna, con esa ilusión presentida y desconocida del "qué susto" ¿Qué opinará el Maestro? ¿Qué les parecerá a los compañeros del taller mi trabajo?
Una cosa es leer poesía, escucharla, declamarla, sentirla que recorre todos los laberintos de tus emociones e el palpitar en la sangre y otra muy diferente, enfrentarte a cerca de 35 pares de ojos que, risueños pero fijos, te escudriñaban de frente hasta el pulmón. Pero ahí estaba Francisco, “Chico”, para esa pléyade que a muy corto tiempo darían sus frutos, para la abierta sonrisa y las enseñanzas de nuestro Padre Putativo de los Talleres Literarios, que con su mística nos obligaba con su fraternidad a ser mejores cada día con nosotros mismos.
Así, bajo su ala protectora, nos adentraba en el OFICIO, sí con mayúscula –al estilo de Cristian Marcelo- con una laboriosidad de suma complacencia y una honestidad capaz de exorcizar esa turbación del ánimo o esa majadera insistencia del discípulo por querer trasmitir, con diversas veladuras, el sentimiento por el objeto del deseo, cargado de emoción poética según el temperamento de cada uno. Allí estaba él creándonos nuestro propio estilo, mostrándonos con sabiduría los ¿por qué?, para lograr un texto concordante, armonioso y humano con el lenguaje sujeto a las leyes que regulen el atinado empleo y con las licencias poéticas permitidas, manteniendo las reglas de la gramática, la versificación, o los cánones literarios.
Así, como su propio nombre, haciendo elogio de su vocación de paciencia franciscana nos escuchaba, nos compelía al análisis del texto del compañero, fuera en prosa o en los diversos tipos de verso - cómo dice Cristian Marcelo- gozando además, de esa maravillosa alegría de compartir, aprender e iniciar un oficio con un grupo de jóvenes, aún muy jóvenes que ya conocían todos los entresijos de cómo plasmar sus inquietudes poéticas.
Y en ese oficio me sentía como una infante que sólo era una aprendiz aterrada buscando en la síntesis como lograr la desinencia del poema. Aún recuerdo el temblor de mis manos frías, la levitación de la respiración y aquella mirada, posiblemente de niña triste, buscando la serena mirada de Francisco, que con sólo una leve sonrisa nos obligaba a deshacer los temores, pues nadie, se comía a nadie. Y en ese intento de llenar un vacío arrastrado desde mi adolescencia, la poesía de los grandes maestros era un capítulo obligado.
Prácticamente de la mano de Inés Trejos de Montero y Delfina Collado que me acompañaron en esa aventura como una niña en su primer día escolar, subí los escalones con emoción indescriptible. Entraba a un mundo de ojos, mentes y sentimientos abiertos al mundo y con gran regocijo, destacaba y enseñaba las composiciones; sin faltar las citas y lecturas de los grandes maestros de la literatura. Nos formada desde el principio haciéndonos comprender por qué se debía suprimir el bla, bla, bla del poema.
En ese proceso de aprendizaje -como es natural- se salía por la tangente el disfrazado gazapo y, en el pizarrón quedaba con todo el esplendor la fatal evidencia. Qué va! No se podía evitar una sonora y colectiva carcajada. Otras veces la mirada de esta simple mortal recorría de este a oeste, los ceños fruncidos disfrazar las preguntas de la mente que no podían ocultarse en el riguroso silencio que imperaba...o corregir un poema ahí mismo, ante el evidente error. Con absoluta devoción y respeto, en el Café Cultural, Chico Zúñiga Díaz explicaba las diversas composiciones o hacía reseñas sobre autores que participaban como distinguidos invitados para hablar de su obra y compartir un café.
Pienso, que cualquier poeta, no importa su consagración actual, que diga “a mí nunca me pasó” miente de una forma descarada [ OJO: muy fuerte]. En las antiguas tertulias, los poetas se reunían en un café, un bar, una cantina, una casa, un taller, un parque, cualquier sitio propicio para reunirse con otros colegas y compartir su poesía, sus cuentos, sus artículos políticos, comentar las obras de arte de su quehacer y sus inquietudes literarias o filosóficas. Francisco nos instaba a que no nos privábamos de degustar un oloroso y humeante café con unos panes, mantequilla, jamón o mortadela, según estuviera el aporte colectivo de los compañeros, El olor del delicioso café, invadía nuestras papilas y en un santiamén no quedaba ni un solo escrito sobre la mesa, el pan recién horneado, natillas, frijoles de lata, todo lo que querían aportar era bienvenido en esa voracidad del estómago cuando palpitan en los olores, se desasosiegan en despiertos ronquidos. Ja ja ja el hambre no esperaba ni la tertulia que acompañaba la hora del café y, luego, seguir sí, seguir, hablando con Chico, atento a nuestras voces, sobre la causa que se armaba con las palabras, para descubrir las metáforas y, dar a conocer nuestra voz, con sus vivencias de acuerdo con esa realidad del entorno que se acepta o no se acepta y, los poetas y los artistas son los que transfunden con su obra y ondean la bandera de sus ideales sosteniendo las diversas corrientes que agitan las conciencias que violan los derechos de los ciudadanos nacionales o del mundo.
La memoria humana es muy frágil cuando queremos; pero tiene acepciones cuando pronunciamos un solo nombre “Chico”, él nos obliga a recrear un pasado inmediato con sus huellas frescas, pues hablar de él, es hablar de todos sus alumnos. Fue nuestro hacedor, el que abrió mundos inimaginables para que pudiéramos más adelante transitar por ese mundo de la poesía, de la narrativa y del cuento. El aprovechó todo tipo de digresión, para buscar la secuencia y la intensidad del relato o los poemas como hacía un uso libérrimo en su discurso de la parodia la ironía y la farsa, y pasaba discretamente de la narración a la descripción; de la narración al diálogo, de la crítica a la reflexión. Y eso que no se hablaba de política ni de religión pero su humanismo era trascendental.
En fin, el aprendizaje de poeta, en la Casona del INS era toda una odisea, desde subir las resbaladizas, empinadas y angostas gradas de piedra a veces mohosas por los largos inviernos, donde más de uno le sacó brillo a las nalgas en una aparatosa caída o temerosos al ver en el dintel de las ventanas, aquellos truenos que estallaran los vidrios. Recuerdo cuando Delia y Adela estaban imprimiendo un folleto de Rondas y se vino un temblor fortísimo, el lugar seguro contra el susto o el miedo era la cercanía de Chico. Esa maravilla de la hermandad ¿quién protegía a quién? ¿Nosotros a Chico? o ¿Chico a nosotros?. Doy gracias al Cielo, por Chico, por su sabiduría, su humanismo y por ser el Maestro Hacedor de Hombres y Mujeres amantes de la literatura y la poesía; pero sobre todo, porque nos dio el derecho de tener nuestro propio canto, nuestra propia voz y el amparo de su recuerdo es y seguirá siendo la piedra angular de nuestro quehacer literario; donde todos los que estuvimos con él, realmente nos sentimos hermanos
Chico Zúñiga: apóstol de los Talleres Literarios
Mario Valverde Montoya
(Un sencillo homenaje de un amigo del Café Cultural y del Taller del INS).
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Conocí a Francisco Zúñiga, Chico, como diminutivo de cariño, o simplemente Chico, por su personalidad humilde, silenciosa, con su mirada campechana, mirada fotográfica para clasificar según sus valores a sus semejantes y unirlos de por vida a su corazón solidario. Chico socrático que esperaba escuchar a los interlocutores con su sonrisa fresca que se abría sin hipocresías, como las sonrisas de los campesinos unidas a la naturaleza buena, a pesar de las tragedias y los duros días para sobrevivir.
Chico autodidacta, que leyó muy bien la gramática y los mensajes literarios; pero sobre todo, que tenía la paciencia del apóstol para escuchar y enseñar hasta la voluntad incansable de los talleristas.
Cuando Chico pedía la palabra con su cigarro, muletilla de su reflexión literaria, lo hacia con propiedad de Maestro, con el respeto del prójimo; sabia, olfateaba la veta creadora, pero sabia del esfuerzo y el trabajo que solo el tiempo y el cincel podían construir en sus discípulos. Chico no sólo era un lector incansable y escritor por sus propios méritos de la literatura vernácula, sino que era un ciudadano comprometido, con su corazón adonde debe estar: a la izquierda. No vivió refugiado en su guarida del INS, simplemente como un burócrata de salario, participó de lleno desde el Café Cultural y estaba siempre atento a los movimientos políticos nacionales e internacionales. Su cigarro, su paraguas, sus libros y sus discípulos fueron los amores de su vida. Ni siquiera la enfermedad lo detuvo cuando la urdimbre de los talleres lo llevaron a recorrer diversas partes del territorio nacional, para llevar su amor, que lo acompañó hasta la última bocanada, a los talleres de Literatura, que tantas semillas, como especie de diente de león, esparció en el espíritu de la poetas y narradores.
Chico, viejo amigo, tu Magón lo llevamos en nuestros corazones; es el Magón por tu obra a favor de los desposeídos creadores que encontraron refugio, en tu mirada de águila, en tu sonrisa de padre y en tu eterno cigarro humeante de sanos consejos literarios. ¡Hasta siempre Chico!____________
Los dones de la paciencia y la humildad
Mainor González
Si hay un recuerdo latente de la presencia física de Francisco Zúñiga Díaz, es el de su ilimitada capacidad de tolerancia. “Chico”, como era conocido en el mundo literario costarricense, poseía este rasgo tan característico, y esa era la razón por la cual muchos llegábamos a su taller para compartir nuestros trabajos artísticos, habiendo otros talleres literarios más “reconocidos” y sonoros en el ambiente de las bellas letras.
Siempre me maravilló su capacidad de escuchar a los demás. Son muy pocas personas en este mundo las que tienen esa virtud del espíritu humano. Pues bien, “Chico” se caracterizó por ese don, y entre tazas de café, pan calentito, una bolsita de paté y, en casos excepcionales, alguna que otra botella de vino barato, compartimos, alrededor de su presencia, los poemas, los cuentos o las secciones de novela que cada quien llevaba y compartía con entusiasmo, con el fin de mejorar en el delicado arte de escribir.
El grupo se sentaba a la gran mesa que nos servía para compartir nuestro alimento anímico y, durante cuatro horas, nos dedicábamos al perfeccionamiento de las producciones literarias particulares, cada quien dando su opinión, sus juicios, sus perspectivas, en donde se traslucían las lecturas que en ese momento realizábamos y donde se exponía la visión particular de cada quien al juzgar la obra de los otros. Comunistas, oficinistas públicos, estudiantes primerizos de universidad, colegiales, trabajadores de carga, escultores, músicos, traductores, en fin, la figura de este hombre agrupaba una índole variada de prospectos y en donde él, con paciencia milenaria, nos arengaba a seguir mejorando, a reescribir, a corregir los errores señalados en la pizarra, generalmente bajo una tarde de lluvia somnolienta o bajo los rayos de un perezoso astro que se escapaba a vagar por los fríos rescoldos de la capital.
Otra particularidad de su carácter consistía en su humildad. Si yo recuerdo a “Chico”, es precisamente porque nunca presumió de su gran sabiduría; no andaba pregonando en el mundo literario costarricense, como lo hacen muchos, de su estatus o sus dudosos premios para recoger adulaciones y falsos aplausos. No, “Chico”, indudablemente, era una persona especial, que no le gustaba pavonearse en las presentaciones de libros ni ufanarse de su trayectoria como escritor. Esa humildad siempre estará presente en las dulces memorias que fluctúan en mis recuerdos desordenados.
Nos gustaba formar parte de su amistad y su humor sin límites. Alrededor de él, se formó un grupo importante de escritores y poetas, tales como Delia Mc Donald, Cristian Marcelo, Joan Bernal, Alfredo Trejos, Mainor González, Alfredo Montero, Hiram Castro, Isabel Chavarría, Pablo Aguilar, Javier Barrantes, que fuimos dando nuestros primeros pasos en la literatura gracias a sus consejos y sus comentarios constructivos. Precisamente, recuerdo que las opiniones del maestro nunca buscaron denigrar o hacer sentir mal a alguien; todo lo contrario, él retomaba los aportes de cada miembro y, al final, realizaba una sinopsis y un diagnóstico sobre el trabajo presentado, siempre con certeza y respeto hacia los demás.
Podría seguir escribiendo sobre este hombre nacido en Esparza e insigne trabajador de la cultura. Pero en mi memoria quedarán ancladas la paciencia y la humildad que caracterizaron su existencia desinteresada y altruista. Ese es el “Chico” que yo recuerdo, no el que fue postrado por el terrible enfisema en los últimos días de su vida, ni al que le costaba subir las escaleras cuando su mal le impedía llegar hasta el segundo piso de la casona en donde nos reuníamos en torno a su figura.
Espero que la sociedad costarricense, tan dada al rescate post mortem de sus grandes hombres, sepa darle el lugar que se merece a este humilde trabajador de la cultura y cuentista deslumbrador. Sólo el tiempo sabrá recompensarlo. Sólo el recuerdo le dará el justo lugar a su nombre sencillo y remembrado.