En principio, y aún no siendo simpatizante de la monarquía, la figura de don Felipe de Borbón y Grecia, de 46 años, no me causa animadversión en sí misma, ya que el Príncipe siempre ha sido discreto, no se ha arropado de boatos innecesarios y lleva preparándose durante toda su vida para asumir lo que el próximo día 19 conseguirá: acceder al trono del Reino de España tras la abdicación de su padre, quien ha estado cerca de 40 años portando la Corona. Comomuchos cientos de miles de jóvenes universitarios de nuestro país, el futuro monarca está suficientemente preparado para enfrentarse a los retos de una España moderna y dinámica que aspira conquistar mayores cotas de progreso, riqueza y bienestar. No se le niega, pues, al nuevo rey capacidad, formación y experiencia necesarios para ejercer la Jefatura del Estado con la dignidad y “auctoritas” que requiere el cargo de representar a todos los españoles sin distinción y para actuar de árbitro neutral entre los poderes del Estado. Don Felipe, de hecho, puede llegar a ser, si se lo propone, un excelente rey ya que cuenta con el ejemplo de su padre para evitar los errores y excesos que aquel cometió y que empañaron los últimos años de su reinado, erosionando el prestigio que la institución consiguió durante la Transición, y el desapego de los ciudadanos.
Sin embargo, ni el futuro rey ni la institución monárquica parecen poder desprenderse de todas las servidumbres a las que están obligados por intereses, tradición e imperativos diversos. En ese sentido, y aunque es protocolario que su majestad le traspase el fajín de capitán general al heredar la Corona, no debería sentirse obligado don Felipe a vestir el uniforme de gala de tal rango del Ejército de Tierra para jurar su cargo en el Congreso de los Diputados, pues su investidura como rey responde a un procedimiento del poder civil, al que se subordinan todos los demás poderes, incluido el militar. De la misma manera que evita connotaciones religiosas al suprimir la misa, podría obviar también las militares, a fin de alejar los fantasmas que evocan tutelas ajenas que condicionan la función del monarca.
En cualquier caso, el mayor reto al que debería enfrentarse el futuro rey Felipe VI es el de legitimar la monarquía. Como aclara el catedrático de Derecho Constitucional Javier Pérez Royo, la monarquía no se sometió a discusión de los españoles, pues el referéndum del 6 de diciembre de 1978 sirvió para liquidar las Leyes Fundamentales franquistas, no para legitimar la monarquía como fórmula de Gobierno. La institución monárquica tiene esa falta de legitimidad democrática de origen que sólo puede conseguir mediante un referéndum. Don Felipe, si fuera sensible a este recelo que provoca el magisterio que ahora asume en, al menos, la mitad de la población, podría convocar esa consulta cuando más adhesiones despierte su labor y más libre de hipotecas antiguas se sienta. En definitiva, sólo cuando el nuevo rey se comporte como un presidente de república, sin fueros ni privilegios que lo distingan del resto de los ciudadanos, y su legitimidad no sea hereditaria sino otorgada por las urnas, será cuando verdaderamente don Felipe de Borbón y Grecia podrá reinar con tranquilidad y autoridad como Felipe VI. Mientras tanto, siempre tendrá que soportar ser cuestionado, haga lo que haga, incluso si suprime esaadherencia machista de las monarquías absolutistas, la ley sálica: una norma incoherente que lesiona los derechos de la mujer, a la que ampara la Constitución para no sufrir discriminación por razón del sexo. Otro signo arcaico que también puede y debe evitarse.