Recuerdo con cariño, y mucha nostalgia, los cuatro años de Valladolid: la casa, el parque, las amiguitas de enfrente, Manoli, el camino a la escuela bajo los soportales y a través de la plaza Mayor, y las clases. Dejar aquello y mudarnos a Madrid nos supuso todo un trauma, que se agudizó tras la violenta a
cogida por parte de nuestros nuevos vecinos de la "urba". También nos afectó el cambio de colegio, cuya dinámica poco tenía que ver con la que estábamos acostumbradas. Al menos allí las compañeras sí que nos recibieron con los brazos abiertos.
Cuando tengo que pensar en una maestra llena de virtudes, pienso en Doña Luz. Me considero afortunada y he disfrutado de las enseñanzas y del cariño de muchos de mis profesores. Ser valorada por los docentes suele estar reñido con la popularidad estudiantil. A mi favor estaba el hecho de vivir en mi mundo y el de ser muy, muy despistada, lo que evitaba que me enterase de muchas cosas. Lo cierto es que no me interesaba demasiado la opinión de todo el mundo, sólo la de la gente a la que apreciaba. Aún así mi modelo de perfección docente era Doña Luz.
Me gustaba el colegio, quizá haya quien me considere por ello un bicho raro pero no era el único caso. Supongo que el colegio de Valladolid era un lugar especial. Recuerdo todos los años como buenos, desde mi entrada en 2º, curso en el que llegué nueva a una clase en la que todas se conocían desde párvulos y en la que me integré sin problemas, o eso creo, y los 4 años que transcurrieron allí hasta que nos mudamos a Madrid al terminar 5º. Hermanísima corrió peor suerte con sus profesoras. El primer curso gozó de la docencia de "la guapa", una profesora interina que al final de la primera semana había cambiado de sobrenombre y hasta había dejado de resultar atractiva para convertirse en "la bruja del lunar azul". La disciplina nunca ha sido el punto fuerte de hermanísima y era fácil encontrársela en el pasillo, castigada, de forma regular. Nadie comprendía que al entrar en clase la pobre chiquilla aún no había soltado su extraordinaria tasa de palabras diarias y que la criatura necesitaba desfogarse para no explotar. Las cosas no mejoraron para ella cuando en los siguientes cursos se encontró con una tutora que resultó ser una bruja casi de verdad, por años y por aspecto. A la mujer no se le ocurrió un plan mejor para controlar a sus infantes los viernes por la tarde que ponerles a rezar el Via Crucis. Tanto hermanísima como su amiga del alma terminaban las oraciones camino del despacho de la directora.
En mi clase éramos varias las que nos despedíamos con tristeza al llegar las vacaciones, conscientes de que echaríamos de menos la escuela. Me costaba separarme de mis amigas, pero también de mis profesoras, y esperaba impaciente que llegase Septiembre para empezar un nuevo curso. Durante las vacaciones mi impaciencia disminuía algo, aunque siempre me hacía ilusión volver.
Doña Luz, además de mi profesora durante 5º de EGB, el último curso que estudié en Valladolid, era la madre de mi mejor amiga. Madre e hija gozaban de popularidad en todo el colegio. Dª Luz era guapa, dulce, nunca se alteraba y se mostraba paciente con todo el mundo. Su interés en nuestro aprendizaje iba más allá del programa escolar: pretendía que aprendiésemos a pensar y a relacionar temas de distintas materias de manera que consiguiésemos extraer conclusiones de la relación. Suena complicado pero con ella no lo era, al contrario, con ese método captaba nuestra atención y economizábamos esfuerzo y trabajo, a pesar de ir más allá en el temario. Me di cuenta de todo lo que había aprendido con ella cuando descubrí lo que era vivir de las rentas durante los cursos posteriores.