También ha fracasado, aunque solo a medias, en su obsesión por acabar con la reforma sanitaria de Obama. A pesar de la oposición de parte de los republicanos, ha conseguido debilitarla y es seguro también que no parará en lo que le queda de mandato para laminarla por completo. Sus oscuras maniobras en la oscuridad con los rusos durante la campaña electoral han marcado el primer año de la nueva presidencia: cuatro de sus colaboradores están inculpados y el propio Trump no está libre de sospechas de obstruir la labor de la justicia, algo que en Estados Unidos es algo muy serio. Entre sus éxitos – si es que pueden recibir ese nombre – está la jugosa reducción de impuestos con la que ha premiado a las grandes empresas del país más rico del mundo pero con enormes niveles de desigualdad. Por solo mencionar un dato, más de medio millón de personas duermen al raso cada día en la “América” de las oportunidades. En sus relaciones con el mundo, Trump ha acabado con la multilateralidad de Obama, se ha atrincherado en la Casa Blanca y solo habla de asuntos internacionales cuando se trata de amenazar al líder norcoreano, otro energúmeno de su mismo corte, lo que demuestra una vez más que los extremos se tocan.
La popularidad de Trump apenas llega al 40%, de las más bajas de un presidente norteamericano y, aún así, dicen las encuestas que podría volver a ser elegido. Habría que preguntar a los demócratas la razón. En contra de lo que prometió, su país no es hoy más grande que cuando llegó a la Casa Blanca: está más aislado, es más pobre y más desigual y fuera de sus fronteras está mucho peor considerado gracias sobre todo a él. El mundo no es un lugar más seguro para vivir, sino todo lo cotrario, y nada hace prever que eso vaya a mejorar en los tres años de mandato que aún le quedan. Lo único que tranquiliza un poco es que los contrapoderes funcionan en el sistema estadounidense y le impiden ir más allá de lo que le gustaría a esta verdadera amenaza mundial para un mundo ya multiamenazado que se llama Donald Trump.