Donde crecen las Cruces de Hierro

Por David Porcel





El inicio de este artículo es un retal de la última conversación audible en la película de Sam Peckinpah, La Cruz de Hierro (ambientada en la Segunda Guerra Mundial y que toma el título de una condecoración militar alemana).
De esta cinta me quedaré (de manera interesada y sesgada), con el Capitán Stransky. Este oficial acude al Frente Ruso en busca, unicamente, de tan valioso galardón.
Necesita ese engendro metálico con el que pavonearse en los cafés del París ocupado (a la sazón, otro trofeo), ¿cómo no tenerla siendo un oficial de noble ascendencia prusiana?, o lo que es lo mismo, ¿cómo ser un verdadero oficial prusiano sin poseerla?.
En el mundo de la bicicleta abundan los Stranskys, aquellos que sólo desean un diploma que dé credibilidad a sus proezas en una soleada tarde de Gran Vía y cucurucho.
Para otros muchos (donde me incluyo) las verdaderas cruces de hierro (entendidas como premio, no como acreditación, justa o injusta) crecen en el gusto por los días duros y sufridos, en la conquista de una nueva cima, por muy sucia y desconocida que ésta sea o en la satisfacción de dinamitar las piernas en la enésima rampa. Están en las gélidas mañanas de enero, en los oscuros días de noviembre, donde el invierno y pese a no haber empezado, parezca no tener fin, en los soliloquios primaverales del Dios Eolo o en los días donde el Sol te abandona a los caprichos de la niebla, también las vi en los ardientes caminos de julio donde el aire no se respira, se come.
De ahí este ramillete de fotos (Burdincurucheta, en euskera significa Cruz de Hierro), de lugares sin fama, recónditos sitios por donde nunca pasará Stransky en busca de su codiciada Cruz de Hierro.
Samuel Porcel Dieste