¿Dónde está Papá Noel?

Por Expatxcojones

Tánger, 2015. expatriadaxcojones.blogspot.com


Me he levantado de la cama como cualquier otro día. A las siete en punto. He llamado a los niños y les he preparado el desayuno. Mientras se lo tomaban, he hecho café, me lo he bebido en la cocina y me he fumado un cigarrillo. Después, les he vestido y he controlado que Terremoto se lavara bien los dientes. Ha sido al comprobar como íbamos de tiempo, que he visto junto a la hora, la fecha reflejada en el teléfono. En este momento el recuerdo de aquel día ha venido a mi memoria. Fue un día como el de hoy, de inicios de mayo e igual que hoy, hacía muchísimo calor.
Tánger, Marruecos, 2013.
En casa necesitamos vacaciones. Un viajecito breve, a algún lugar que no esté muy lejos, que nos sirva para desconectar y coger fuerzas hasta que llegue el verano. Después de hablarlo con el Kalvo y discutir varias opciones, nos decidimos por Alhucemas. Según la guía este es un lugar excepcional para pasar unos días. Tranquilo, relajante y sin complicaciones. Alhucemas es un moderno lugar vacacional. Cuenta con preciosas playas y sus habitantes, la mayoría bereberes, son simpáticos, hospitalarios y sorprendentemente occidentales.
   —¿Lo tienes todo? —me pregunta el Kalvo sacando la cabeza por el resquicio de la puerta.   —Casi —contesto sin levantar la mirada de la maleta, todavía a medio hacer.    —Me apetece un montón ir a la playa.   —Y a mí. Con lo que ha llovido este invierno no sabía si estábamos en Londres o Marruecos.
Cargamos el equipaje en el coche, colocamos al niño en su sillita y nosotros ocupamos los asientos delanteros. El Kalvo arranca y yo cojo el mapa que hay en la guantera, que por más que mire no consigo descifrar, hasta que me doy por vencida y directamente le pregunto a él.
   —¿Cuántos kilómetros tenemos?   —Unos doscientos cincuenta según el GPS pero la carretera atraviesa las montañas del Rif, así que no tengo ni idea de cuánto podemos tardar. Aquí pone que están haciendo otra nueva que bordea la costa pero todavía la están asfaltando.
Han pasado dos horas desde que hemos salido y apenas hemos recorrido cincuenta kilómetros. La carretera que hemos tomado se adentra en el corazón del Rif. Es agreste y está llena de curvas. Avanzamos despacio. No hay gasolineras, restaurantes ni rastro alguno de civilización. Sólo árboles y camiones.
El cielo azul de Tánger empieza a volverse gris. Cada vez hace más frío. No he venido preparada. Con la idea de que íbamos a la playa me he vestido con una camiseta de tirantes, un pantalón finísimo y unas simples chanclas. Tengo los pies helados. Lo único que me consuela es mirar por la ventanilla. El paisaje es sobrecogedor. Nunca he visto nada igual. Las plantas de marihuana cubren las colinas, da igual adónde mires, sólo ves plantas y más plantas.
De repente, unos nubarrones feísimos lo cubren todo y unos copos de nieve empiezan a caer sobre el parabrisas del coche.
   —¡Joder! Lo que nos faltaba —se queja el Kalvo.
No me da tiempo a abrir la boca —y eso que tengo toda una lista de quejas por enumerar—, cuando Terremoto empieza a mover los brazos y a chillar emocionado.
   —¡Papá Noel! ¡Papá Noel!   —No cielo —intento explicárselo — aquí no está Papá Noel.   —¡Quiero a Papá Noel! —insiste él, y como ve que el gordo barbudo, vestido de rojo, no aparece por más que lo llame, empieza llorar.
Las curvas, los camiones, el frío y los berridos de mi hijo empiezan ha desquiciarme, y yo, que nunca me he caracterizado por tener paciencia, tengo que hacer un esfuerzo sobrehumano por no tirarme de los pelos.
   —Si ves un sitio para comer, detente —le pido al Kalvo lo más tranquila que soy capaz— así descansamos un rato .
Pero él apenas me oye. Toda su atención está puesta en un todoterreno que nos sigue de cerca. De la ventanilla trasera sale una cabeza. Es de un tipo que mueve los brazos arriba y abajo sin parar, supongo que para que llamar nuestra atención.
   —¿Qué coño quieren? —masculla el Kalvo.   —Yo qué sé…
El todoterreno acelera, se coloca a nuestro lado en dirección contraria, yo aprieto los dientes —si ahora viene otro coche de frente nos espachurramos— y el tipo que saca medio cuerpo por la ventanilla nos enseña algo que, por la zona donde estamos, deducimos es hachís. El Kalvo, nervioso, aprieta el pedal e imprudente avanza más rápido de lo que debería. Conduce un tramo más en plan vaquilla y, finalmente, logra que nos dejen en paz. Unos metros más adelante, un cartel indica que a tan sólo cinco kilómetros seencuentra la ciudad de Isaaguen, más conocida como Ketama. Esto es lo que pone la guía sobre ella.
“Ketama aparece de repente en medio de los bosques de pinos. Se trata de una destartalada localidad convertida en centro comercial del cultivo y contrabando del quif. La calle principal está llena de hoyos, ovejas destripadas y hombres solos —muchos encapuchados— que merodean furtivamente. Esta es una zona sin ley. Se recomienda a los viajeros que pasen de largo”.
Vaya, que es el sitio ideal para parar a comer algo y si es con niños, mejor que mejor. Pero no tenemos elección. Entramos en el pueblo. Y compruebo que la guía se queda corta. En la calle no se ve una sola mujer. Los hombres que hay dan miedo. Dudamos si detenernos o seguir un tramo más pero entonces Terremoto decide por nosotros.
   —Mami, tengo hipo.   —¿Hipo?   —Una rata en el estómago.   —Mierda.
Para cuando el Kalvo consigue detener el coche es demasiado tarde. El niño ha pegado una vomitona de las que hacen historia. Se ha manchado toda la ropa y nos ha dejado el asiento lleno de un líquido apestoso. Por si fuera poco, fuera no para de nevar.
Me bajo del vehículo tiritando, abro el maletero y saco ropa limpia para el crío. Justo enfrente hay uno de esos puestos de carretera. El humo de los pinchitos me da de lleno en la cara y me hace toser. No tienen carta ni menú, sólo cuatro platos, pero necesitamos descansar y comer algo, así que nos sentamos en una de las mesas que hay libres. El lugar es deprimente, la clientela asusta pero he de reconocer que el tajine de cordero que nos sirven es el mejor que he probado en mucho tiempo. Comemos hasta hartarnos y reemprendemos el viaje en el coche, que huele a muerto.
Seis horas después de haber dejado nuestra casa, llegamos por fin a Alhucemas. Estoy agotada, tengo la ropa empapada y el cuerpo entumecido pero lo repetiría sin dudar. Ha valido la pena. El sitio es maravilloso. En esta ciudad costera disfrutaremos de cuatro días soleados, visitaremos unas playas estupendas y nos pondremos las botas comiendo sardinas asadas en los chiringuitos de madera.
El último día, antes de irnos, el recepcionista del hotel nos informará que la carretera nueva está terminada y a nosotros se nos quedará cara de gilipollas durante todo el camino de regreso.