Un hombre, obligado a luchar, huye de la violencia como si ésta fuera un lugar.
El ser humano sometido a tensiones que lo rodean, lo acosan y lo convierten en nada más que un efecto colateral de un proceso destructivo cuya relación con él es, en realidad, inexistente. La violencia, originada en algún lugar remoto e impulsada por motivos ajenos, que acude a empapar las vidas de quienes tienen la mala fortuna de compartir vecindad con ella. La provocación que fuerza al hombre a usar violencia contra violencia, forzado a convertirse en el final de lo que otros han empezado. Obligado a tragar dinamita cuya mecha no encendió nunca. A ser tumba de guerra ajena.
Eso es Dheepan desde el mismísimo arranque, un elefante indio moteado que sólo quisiera pastar tranquilo en su propia tierra. El mismo horror que nos encoge, entre críticas, cinismo y desde todos los puntos de vista, cuando encendemos el televisor y vemos noticias del hoy.
La película ganadora de la Palma de Oro en el Festival de Cannes 2015, escrita y dirigida por el laureado Jacques Audiard, compone una historia sencilla, naturalista y amable, cuyos personajes se presentan tocados por la mano negra de la desgracia, pero conservan a su vez el brillo vital del optimismo. No se sumerge Audiard en rincones demasiado oscuros, ni lleva la dura crudeza de la vida de los protagonistas hasta un límite insoportable, sino que más bien se mantiene en una línea desde la que es posible soñar un final de cine sin perder la noción de la realidad.
A pesar del relato en torno a la reciprocidad y el ciclo vicioso de la violencia que estructura la trama y subyace a toda la película, resulta mucho más interesante olvidar ese hilo conductor, que a veces llega a desaparecer, para admirar la manera redonda en que el director va contando la historia eterna de relación hombre-mujer, tan universal y concreta como lo es la propia historia. El choque de dos desconocidos, Dheepan y Yalini, forzados a conocerse, paso a paso, puestos juntos en el tren de la necesidad y sujetos a la corriente, predecible pero auténtica, de la naturaleza humana más básica y desenredada. Y entre ellos, una tercera: la pequeña Yllayaal. La hija de mentira, que equilibra las relaciones con el peso inmenso y delicado de la infancia, tan determinante y tan frágil como cada minúscula decisión que los personajes toman en su nueva vida.
Una película entrañable, rítmica y… ¿moderada?
El acabado de Dheepan puede pasar como un exceso innecesario, o puede tal vez discutirse a los niveles de Inception. O tal vez afirmar esto sea ir demasiado lejos. En cualquier caso, una pieza de cine muy recomendable para los tiempos que corren, en que gentes acostumbradas a tener, a quererse y ser queridas, olvidan muy a menudo lo sencillo que es el camino. Ése que lleva a los seres humanos a querer acostarse y levantarse juntos.
Sin duda, otro tipo de guerra.