Pese a que me encanta la cerveza Guinness, reconozco que viviendo tres meses en Dublín nunca he pisado su famosa ‘Storehouse’. La verdad, me daba pereza. No digo que no merezca la pena, claro que sí. Por 15 euros puedes visitar las siete plantas de la legendaria cervecería de St. James’s Gate, que imita la forma de una Guinness, y cuyo colofón es el Gravity, un bar que se alza a 46 metros de altura y donde -si el cielo de Dublín lo permite- puedes fotografiar una bonita panorámica de la ciudad. ¡Ah! También te invitan a una cerveza. Con todo, mi idea de disfrutar de una buena pinta de Guinness es muy diferente.
Son las ocho de la tarde. A esta hora los irlandeses ya han cenado y los bares empiezan a recibir a sus primeros clientes. Quedo con mi compañera Nina en Grafton Street. Como buena alemana, es una gran apasionada de la cerveza, así que no duda en apuntarse al plan. Caminamos hacia la orilla del río Liffey, dejando atrás el Trinity College y la popular estatua de Molly Malone. Sólo unos minutos nos separan de Temple Bar, el paraíso de los bares irlandeses más variopintos.
Cuesta elegir a cuál entrar. El ‘Teac na Céibe’ -cuyo nombre en gaélico significa algo así como la “Casa de los muelles”, ‘Brazen Head’, el ‘Turk Head’ o en el conocidísimo pub de fachada roja ‘Temple Bar’ son algunos de mis favoritos.
De repente, las primeras notas de un violín hacen desaparecer todas mis dudas. Me dejo llevar por la música y aterrizo en el Fitzsimons, donde tres músicos entonan la popular canción “Whisky in the Jar”. El pub entero cobra vida. Intento llegar a la barra. Tarea difícil entre tanto irlandés saltando a mi alrededor. Por fin, me planto delante del camarero de pelo rojo y cara aniñada – typical irish- y le pido un par de pintas.
El pelirrojo coge uno de los vasos y lo inclina unos 45 grados del grifo. Sólo lo llena unas tres cuartas partes y lo deja reposar junto a otras pintas. Y es que esta cerveza negra no se puede servir de cualquier manera. Tiene su truco: según los expertos, la Guinness tiene que reposar exactamente 119,53 segundos. Ya sabes, pon el cronómetro a contar si te animas a servir una. El camarero termina al fin de rellenar la pinta sin darle mucha presión y teniendo cuidado de que la cerveza no rebose. El toque final se lo da dibujando en la espuma un pequeño trébol ¡Y voilà! Lista para beber.
Pero aquí no queda la cosa. Si servir una Guinness es todo un ritual, también es saber cómo beberla. “Para tomarla hay que inspirar aire, llenarse la boca de cerveza, dejarla un ratito, tragarla y luego respirar”, nos contaba el camarero. La noche terminó bien. Entre pinta y pinta, Nina intentaba aprender español escribiendo palabras en un posavasos. Fue un fracaso. Lo único que logró escribir fue: “Only feo boys, we have to drink more”. Y eso hicimos.
PD: El vídeo del post es un curioso anuncio de la cerveza Guinness de 1966. Merece la pena verlo.