En principio parecería que lo religioso y lo estratégico pertenecen a dos esferas diferentes y que no tienen nada que ver. Tal vez fuese así hasta que llegaron los jesuitas. En la segunda mitad del siglo XVI y comienzos del XVII los jesuitas diseñaron una estrategia para la evangelización de China que por su astucia y su solidez no tiene nada que envidiar a los planes de un Napoleón o un Federico II de Prusia.
Todo comienza con San Francisco Javier. San Francisco Javier puso especial celo en la evangelización de Japón. Allí le tocó oír en varias ocasiones la observación de que si el cristianismo era la única religión verdadera, cómo podía ser que China la hubiese ignorado. San Francisco Javier comprendió que dada la dependencia cultural que Japón tenía con respecto a China, la única manera de que el cristianismo triunfase en Japón era que primero se convirtiese China.
Dice mucho de la astucia de San Francisco Javier que pensase que la empresa debía comenzar mediante el envío de una embajada al Emperador de China. Lo que no pudo prever fueron ni la xenofobia ni las complicaciones de la burocracia china. San Francisco Javier murió en 1552 en una pequeña isla de Cantón, mientras esperaba la autorización para proceder al continente. Él murió, pero la estrategia que había diseñado permanecería.
Los encargados de ponerla en marcha serían los jesuitas Matteo Ricci y Michele Ruggieri, a los que hay que añadir, por su influencia, al visitador Alessandro Valignano.
Llama la atención el cuidado que pusieron Ricci y Ruggieri en conocer el terreno en el que tendrían que trabajar y adaptarse a él. Dedicaron sus primeros años al estudio del chino. Ricci llegó a adquirir tal conocimiento del chino que llegaría a realizar traducciones al chino con ayuda de discípulos chinos y realizó la primera transcripción alfabética de dicho idioma. En un principio Ricci y Ruggieri adoptaron la vestimenta de los monjes budistas, pero tan pronto advirtieron que quieres cortaban el bacalao en China eran los letrados confucianos, no dudaron ni un momento en imitar su manera de vestir y hacerse pasar por sus equivalentes occidentales.
Ricci supo apreciar el sentimiento de superioridad cultural de los chinos y advirtió que no bastaría con decirles que les traían la Buena Nueva. Se dio cuenta de que tendría que impresionarles intelectualmente. Mientras estudiaba chino en Nanking, Ricci se familiarizó con la ciencia china y vio que, aunque sus logros habían sido considerables, la ciencia y tecnología europeas del XVI los habían superado y optó por atacar por ahí.
En el marco de esta aproximación, Euclides jugó un papel clave. De entre todas las obras que podía traducir al chino, a Ricci no se le ocurrió más que la traducción de los “Elementos de Euclides”, un pestiño de cuidado. Ricci pensaba que las matemáticas podían abrirle el camino. Por un lado su aplicación práctica le atraería el interés de los chinos. Por otro, de una manera muy renacentista, consideraba que las matemáticas podían abrir la puerta hacia la teología y las verdades espirituales.
Si por la vía de la ciencia y de Euclides, podía conseguir que los chinos se interesasen por la teología, la tecnología era la manera de conseguir que se encaminasen hacia la ciencia europea. En este plano, las aportaciones de Ricci que más interesaron a los chinos fueron: el reloj mecánico que regaló al emperador Wanli, el mapamundi que dio ocasión para presentar a los intelectuales chinos la astronomía ptolemaica y las ideas para la reforma del calendario.
Como vemos, se trataba de moverles el piso a los chinos para que vieran que no eran tan superiores y estuvieran más dispuestos a aprender de Occidente. Ello iría acompañado de un esfuerzo por demostrar que de alguna manera las verdades de la fe católica ya se encontraban en los clásicos confucianos. Esto era estirar un poco la verdad, pero eso es algo que siempre se les ha dado muy bien a los jesuitas. En todo caso, hay que descubrirse ante su habilidad: si hubieran empezado con la traducción a palo seco de la Biblia al chino no se habrían comido una rosca.
En 1595 Ricci escribió en chino un “Tratado sobre la Amistad” en el que yuxtapuso máximas de autores clásicos occidentales sobre la amistad con conceptos de la tradición confuciana. Como estratagema era muy hábil: participaba en un debate ético que interesaba a los estudiosos de la época Ming y se ganaba su respeto intelectual, indispensable para cuando les hablase de lo que de verdad le importaba.
Ricci publicó en 1603 un catecismo con el título de “Tianzhu Shiyi” o “Verdadero significado del Señor del Cielo”. En él Ricci procuró utilizar terminología que se encontrase ya en los Clásicos. Su tesis de base es que el concepto monoteísta de un Dios personal y creador del mundo ya se encontraba en los Clásicos confucianos, pero habían sido pensadores posteriores que, teñidos de taoísmo y budismo, los habían desvirtuado.
La estrategia para la conversión de China, desde el punto de vista intelectual estaba muy bien diseñada. Pero además fue acompañada de una estrategia política que tenía en cuenta las realidades de China. Desde mediados de la década de los 90 del siglo XVI Ricci, Ruggieri y Valignano insistieron a Roma en la importancia de enviar una embajada al emperador de China. Habían comprendido que de su autorización dependería la libertad que se dejase para la propaganda del cristianismo.
Ricci no consiguió la embajada deseada, pero en 1601 logró viajar a Pekín como portador de tributo e instalarse en la capital, donde hizo contactos y se hizo apreciar por sus conocimientos científicos. Sin embargo, no consiguió la audiencia deseada con el emperador.
A la postre toda esta estrategia tan bien pensada daría más frutos en el terreno cultural y científico que en el religioso, que era para lo que se la había diseñado originalmente. La conciencia china de su propia superioridad cultural y la desconfianza hacia las ideas extranjeras representaron los mayores obstáculos para que el cristianismo pudiera propagarse.