Esa visión ampara como una consecuencia la revisión de todo legado, cuyo estatuto natural se pone en duda y hasta se contradice; no hay herencia aquí que no contenga una moción irónica sobre aquello testado, se trate de conductas sexuales, muebles, fotografías o historias. Payares no se molesta en esconder esa conciencia escrutadora: varios epígrafes—de Kafka y Derrida, de Vestrini y Márai—indican con nitidez los problemas que ocasiona la sucesión legal, cultural o emocional de unas costumbres o convencimientos. La vida en sus cuentos es posterior a aquel mítico, recóndito diluvio, que obra como pretexto para la instauración de una necesaria orfandad.
Diversos en la superficie, los textos de Cuando bajaron las aguas tienen la coherencia de esa subterránea fractura, que atraviesa el libro como una falla simultáneamente geológica y anímica. El primero es significativo desde el nombre: “Génesis (la noche antes del diluvio)”. Si leyéramos el libro de Payares siguiendo el procedimiento alegórico, tendríamos que concluir que la alusión al Viejo Testamento implica una ordenanza punitiva a la relación lésbica entre Eva y Mona. Esa lectura, posible pero no taxativa, no concuerda con la invención más laica del autor. De hecho, la escritura del cuento socava esa interpretación y establece un rango hermenéutico más amplio: “Afuera se ha desatado el diluvio. Adentro, violando el silencio que comparten dos mujeres en la misma cama, el agua y el viento en las ventanas murmuran por oleadas en un idioma incomprensible” (5). Esas frases iniciales tienen como premisa la existencia de lo enigmático y lo ininteligible, lo que pone en entredicho la posibilidad de un nexo unívoco, o esclarecedor, entre conducta y castigo. La misma Mona tiene una presencia vaga, incoercible, a medias mensurable; es un significado flotante. Con ese personaje se inicia la inflexión de las tareas revisionistas, la aceptación como norma de vida de lo que no se termina de entender y no se puede comenzar a rechazar.
En “Los herederos”, el tema de la cesión de la memoria es medular. La anécdota se basa en el cotejo de una situación límite: un viejo fotógrafo se ha quedado ciego, y ese estado lo obliga a recurrir a uno de sus hijos para que él le describa las fotos que conserva. El otro hijo, Guillermo, se fue a vivir a España, y por eso no participa de la ceremonia narrativa. Sea por desgano o insolvencia, el gesto de contar lo que esas imágenes contienen está resaltado por las omisiones que al padre le resultan dolorosas. Creo que ahí hay más que la asunción probablemente recelada de una discapacidad: el viejo sabe que en su trabajo gráfico se abrevia su disposición a transmitir una experiencia del mundo, una serie de actos fijados en el papel pero más poderosos que su frágil medio—la representación, en fin, de un carácter y una sensibilidad. El hijo que pasa una por una las fotos nada más puede constatar su misterio:
Dándoles la vuelta, descubrí la letra hormigueante de Papá marcando cada una con lo que podía ser un título: “Quijote”, “Victoria”, “Guanche”, “Godiva”, “Sísifo”; cada foto con su rótulo respectivo, inmerso en un código que obviamente no me correspondía a mí descifrar. Estaba seguro de que eran fotografías de mi padre (…) pero a qué erudito concepto referían, o a qué significado oculto hacían sus nombres alusión, no era algo que yo pudiera, o pueda aún responder (15).
De manera explícita, el narrador se debate entre la impotencia y la renuncia. Por un lado acepta la imposibilidad de aclarar el enlace entre la foto y su nombre, con lo que renuncia a todo impulso platónico de nominación; por el otro, cuestiona la naturaleza de su rol como beneficiario: a él no le concierne la decodificación de esos signos. Con esa actitud se inscribe en un linaje aparte, como un renegado convencido de su capacidad de fundar su propia familia desde cero. La idea de que Guillermo pueda penetrar la oscuridad de aquellas inscripciones termina siendo inconsecuente: el padre muere antes de que el correo le haga llegar las fotos a ese otro hijo. El aparente azar de ese retraso únicamente subraya la ruptura entre la voluntad testamentaria y su acogida.
En los que son para mí los mejores relatos del libro—“Cuando bajaron las aguas” y “Con miedo a los perros”—, Payares nos refiere las dificultades inmediatas de un siniestro importante. En el primero, el diluvio ha concluido y solamente ha dejado un “desierto submarino”, sin frontera discernible, sobre el que sobreviven, como indicio solitario de lo humano, una casa familiar y una familia. Ese paisaje no tiene la placidez de otras inundaciones: en una película animada de Hayao Miyazaki, Sen to Chihiro no Kamikakushi (Las aventuras de Chihiro, 2001), la extensa pradera submarina que rodea la mansión de los baños no oculta la amenaza de lo inédito o lo indocumentado. El texto de Payares, al contrario, multiplica las señales de una peste o real o fantaseada. En ese panorama, las relaciones entre un niño y sus padres sólo pueden volverse ambiguas, como intervenidas por un afán insatisfecho de conocer con precisión lo que se espera de cada uno. La madre no puede más que abandonarse a la fiebre y a la indefinición que ella produce; el padre se va a buscar ayuda o los deja a su suerte. Esa ambigüedad empuja al niño a abandonar también ese hogar aislado y derruido. En la casa sólo podía odiar a sus padres: “a él por marcharse y a ella por permanecer; a él por las explicaciones que me hicieron falta y a ella por las que nunca le pedí” (36). La tirantez que esa situación envuelve repite los avatares de un legado difícil y borroso. En “Con miedo a los perros”, la evaluación de un inmueble clausurado, menos parecido a una vivienda que a un museo, ya involucra de manera explícita la fortuna algo perversa o al menos difusa del recuerdo. En el espacio transformado por el ánimo y la revancha de otros herederos, la narradora recorre los salones con el cálculo de una vendedora. Allí no puede recordar ninguna lectura de la biblioteca, ninguna palabra de confianza, ninguna instrucción de su abuela: “Creo que ni siquiera la extraño: entre nosotras hubo siempre un puente roto. Si yo nunca le di nada, es porque ella nunca esperó nada de mí (…) Yo no era su nieta consentida. A veces ni siquiera era su nieta” (57). La consanguinidad y sus radiaciones reglamentarias y económicas adquieren en ese conflicto una modalidad espuria, como si dependieran de un pacto cerca de lo arbitrario, por decir impulsivo. Pero esa impulsividad lo mismo puede rechazar que admitir, y al final del relato esa mujer elige a conveniencia su destino como fiduciaria de distintos recuerdos, artefactos, ruidos: como la perra cruelmente olvidada en el patio, ella manifiesta su derecho a vivir a pesar de antiguas negligencias.
Los problemas de la sucesión se hallan en otras historias del libro; algunos se refieren a la falsa simetría entre la leyenda del Silbón y un vagabundo; otros a la persistencia y consecuente negación (deliberada, oportunista) de la teoría romántica del genio; otros más al suicidio como decreto aislado, sin conexión con las responsabilidades de la parentela o las hipótesis de los psicoanalistas—el colmo de la muerte sin fideicomiso. Payares no siempre logra redondear un relato: en “De nuevo la lluvia”, por ejemplo, la vaguedad es más un síntoma de debilidad argumental que un asomo de tentativa filosófica—la incomprensibilidad como método de conocimiento. Pero esas fallas ocasionales no minan para nada un conjunto que sabe disponer de la delicadeza expresiva y la imaginación como virtudes transmitidas por la literatura. De ese modo, Payares se promueve como autor que se debate entre unos principios exactamente recordados y unas maneras que parecen repetir una genealogía sólo conjetural.
Luis Moreno Villamediana
Ilustración: “Shade and Darkness – The Evening of the Deluge”, J. M. W. Turner