Donde viven los monstruos: esa prisión llamada infancia

Por Quimericosinq @quimericosinq

Existe, por fortuna, una tendencia dentro de la literatura infantil que indaga en lo más profundo de la psique del ser humano en sus primeros años de vida. Frente a las historias de damiselas rescatadas por príncipes azules, de animales parlantes bienintencionados, de enemigos inofensivos y de aventuras inocuas se sitúa una línea narrativa bien diferente, donde la infancia no es un camino de rosas sino más bien un sendero angosto donde se agazapan los traumas, los miedos y las pesadillas.
El cine, con su inmensa capacidad de fagocitar todo tipo de tendencias y estilos literarios, ha plasmado muchas veces este tipo de obras infantiles "adultas". Desde Michael Ende a Roald Dahl, pasando por el autor que nos ocupa, un Maurice Sendak al que tenemos en el recuerdo después de su reciente fallecimiento (en mayo de 2012) y cuya obra magna representa a la perfección ese tipo de literatura infantil alejada de las buenas intenciones y que pretende poner el acento en el reverso tenebroso de esa etapa tan difícil.
En 1963, Sendak escribió e ilustró Where the Wild Things Are, traducida con poco acierto en España por Donde viven los monstruos. El libro es extremadamente sencillo y directo, y narra la historia de un niño que tras una trastada es castigado sin cenar. Encerrado en su habitación empieza a ver como crece un mundo de fantasía, habitado por "cosas salvajes" de las que pronto se convertirá en rey, conviviendo con ellas con alegría y felicidad hasta que decide volver a casa, donde encuentra su cena todavía caliente. Tras esta premisa, aparentemente sencilla y sin dobleces, se esconde una reflexión casi freudiana sobre la ira, la culpa, la identidad y la pertenencia a la sociedad, con el añadido de que se trata de un niño de corta edad, razón por la que lo simbólico cobra mayor protagonismo pero sin apartarse del camino de la indagación psicológica. 
El libro de Sendak tardó mucho tiempo en ser comprendido y asimilado por el público, que encontraba sus páginas demasiado duras y poco adecuadas para leerlas a los niños antes de dormir. Quizá eso explique que su adaptación al cine haya estado sobre la mesa en las dos últimas décadas, pero que no haya llegado a buen puerto hasta 2009, y después de muchos avatares. La factoría Disney quiso adaptar el libro haciendo una película de animación tradicional, pero el proyecto quedó en nada. Fue en 2005 cuando apareció Spike Jonze, que ya se había labrado un nombre como director de videoclips de artistas de primera fila y también como realizador a seguir gracias a dos films extraños pero sumamente evocadores como son Como ser John Malkovich (1999) y El ladrón de orquídeas (2002). En aquel entonces, el proyecto de Where the Wild Things Are estaba en la mesa de Universal, pero después pasó a manos de Warner Brothers, que finalmente daría luz verde a la película con actores enfundados en los trajes de los monstruos y no generados por ordenador, a petición de Jonze. Así, más de cuatro años después veía la luz Donde viven los monstruos (2009), cuyo resultado final tampoco terminó de convencer a Warner, preocupada por que su película no conectara con el público más pequeño.
Y es que Donde viven los monstruos no es una película fácil, ni siquiera para el público adulto. Desde una perspectiva simplista se puede ver el film como una película de aventuras en la que el niño Max (Max Records) escapa a un mundo fantástico habitado por monstruos, de los que se hace amigo hasta que vuelve a casa con su madre (Catherine Keener). Pero desde un punto de vista más profundo existen matices que dificultan la digestión de la historia. En primer lugar, resulta complicado empatizar con el niño protagonista. En las primeras secuencias le vemos enfadado porque los amigos de su hermana han destrozado su guarida de nieve, y ella no ha hecho nada para impedirlo. Este berrinche se traslada a su madre (no sabemos si viuda o divorciada, pero en todo caso la figura del padre no está presente), agobiada por el trabajo y tratando de rehacer su vida sentimental con un nuevo amigo (Mark Ruffalo). Una discusión absurda sobre la comida genera la pelea entre madre e hijo, tras la cual el niño huye hacia ese mundo fantástico, lo que no es más que un viaje interior hacia un lugar más seguro y donde será él, y no los adultos, quien dicte las normas.
Con todo esto, el incipiente síndrome del "niño emperador" se manifiesta de nuevo en el mundo de fantasía, ya que Max intentará ejercer una especie de dominación sobre los monstruos que lo habitan, convirtiéndose en su rey. Resulta significativa también la situación en la que se encuentran los monstruos antes de la llegada de Max, divididos por la marcha de uno de ellos y contemplando como otro, Carol (con la voz de James Gandolfini), está destrozando sus cabañas en un acceso de rabia. Por eso, la aparición del niño disfrazado de lobo es interpretada como una señal positiva para que vuelva la normalidad y la armonía, cosa que se consigue gracias a la iniciativa y al llamamiento a "hacer el salvaje" que hace el propio Max.

Sin embargo, pronto las cosas se empezarán a torcer en ese mundo idílico que Max acaba de conocer. Las rencillas entre los monstruos no han desaparecido, y empiezan a cuestionar el liderazgo de Max. Carol, mientras enseña al niño la maqueta de su mundo que construyó en su día, le explica que todos los problemas derivan de la separación del grupo, inevitable por el propio desarrollo individual y por la aparición de nuevas criaturas fuera del grupo, que suscitan celos y envidias. La catarsis negativa llega con la batalla, concebida como un juego, en la que los monstruos (separados arbitrariamente por Max entre "buenos" y "malos") se lanzan terrones de tierra y donde la diversión inicial da paso a la violencia y el rencor. Con el grupo destrozado casi sin remedio y con el remordimiento de no haber traído más que problemas, Max decide abandonar a los monstruos y regresar a casa, donde su madre le espera con un abrazo y la cena bien caliente, exactamente como en el libro de Sendak.
Así pues, el argumento de la película no es más que una excusa para indagar en la mente de Max, donde se mezcla un totum revolutum de sentimientos difíciles de manejar. La ira, la culpa, la ausencia del padre, un complejo de Edipo acentuado por la presencia del amigo de la madre, la necesidad de marcar unas reglas propias constituyen un conglomerado de sensaciones que confluyen en la necesidad de Max de inventar un mundo idealizado donde se vive según sus normas y donde todo funciona como se desea. Sin embargo, cuando ese mundo también se desmorona cabe un regreso al hogar, al calor de lo seguro y al regazo materno, el único y verdadero remanso de paz en este mundo hostil. Por el camino, los espectadores han asistido a un interesante desfile visual de criaturas (magnífico trabajo en las animaciones por ordenador de los rostros de los monstruos), pero al mismo tiempo han acabado la película con un extraño y amargo sabor de boca.