Tres hombres: Boris su amigo del lado oscuro, su padre borracho y jugador y el anticuario Hobie, que será su refugio, serán las influencias que dominarán su vida. Sufrimos con Theo su desgracia y nos alarmamos al ver el mal camino que toma, pero no podemos dejar de pasar las páginas para averiguar qué es lo que Donna Tartt nos tiene reservado en este universo helicoidal, en el que el joven se convierte en espectador desapegado y arrastrado por las circunstancias.
Es una novela a la antigua usanza, al estilo de los clásicos novelones del XIX, con buenos, malos, amor imposible y amistades incorruptibles. Pero su prosa sencilla, escrita para que se lea, destila también una modernidad arrolladora, que no tiembla a la hora de hablar de atentados, cultura destruida, falsificación de la belleza o el sórdido mundo de la drogadicción. Imágenes a veces lacerantes y descarnadas que casi parecen sacadas de la series americanas más agresivas como True detective o Breaking bad. Junto ello, y en contrapunto, descripciones minuciosas sobre el mundo puntillista de la restauración de antiguedades que rompen en parte el ritmo angustioso del relato.
Y bajo todo, de telón de fondo, ese cuadro del jilguero atrapado, que representa el arte como bien superior, como espíritu que pervive a pesar de los hombres y de sus miserias. Una belleza perenne que nos envía su mensaje más allá de la vida. Merece la pena el esfuerzo de leer mil páginas.No hay prisa, hasta el 2025 Tartt no nos ofrecerá otro.
Publicado en La Voz de Galicia.