Entre los años 1982 y 1995, el investigador norteamericano Bob Goldman llevó a cabo una serie de encuestas anónimas a deportistas de élite mediante las cuales les preguntaba si estarían dispuestos a tomar una sustancia dopante que les garantizara el oro olímpico aun sabiendo que dicha droga acabaría con sus laureadas vidas cinco años después. El estudio se realizó bianualmente durante más de una década y se le conoce como el Dilema de Goldman. El resultado del mismo fue idéntico año tras año: algo más del cincuenta por ciento de los deportistas profesionales estarían dispuestos a alcanzar la Gloria Olímpica a cambio de vivir con fecha de caducidad. Es decir, para un nutrido grupo de deportistas profesionales, entrar en esa parcela del cielo que inmortaliza a las leyendas olímpicas de la mano de Panoramix pesa más que sus propias vidas. Todo ello en el terreno profesional. Pero, ¿qué ocurriría entre los meros aficionados o aquellos otros ajenos por completo al mundo del deporte? La respuesta la publicaba el prestigioso The British Journal of Sports en febrero de 2009. Un equipo de investigadores australianos le planteó el dilema de Goldman a un grupo de 250 individuos sin relación directa con el deporte. De ellos, sólo dos respondieron afirmativamente, lo que representaba apenas un 1%. Podría afirmarse, por tanto, que por un lado va la persecución de la Gloria por parte de los gladiadores olímpicos y por otro bien distinto corre ese otro quehacer muelle del que contempla los toros desde la barrera. Dinero, Fama y Gloria se llama la línea que los separa. Inmortalidad, en definitiva.
Ocurre, sin embargo, que la ingratitud unas veces y el olvido otras tantas se ceban con ese limbo de almas triunfantes donde descansan los que otrora corrieran más rápido, saltaran más alto y golpearan más fuerte –citius, altius, fortius, que reza el lema olímpico–. La historia de los medalleros está plagada de héroes destronados que, como el Pateta, quedaron cojos tras su caída del cielo. Es como el paso de la noche al día y de vuelta a la noche: está de diario aceptado y asumido. Sin más. Y entre medio, a modo de puente flotante, el dopaje.
Fue Ángel "Memo" Heredia, auténtico druida que reconoció haber suministrado hormonas de crecimiento, ATP y EPO a atletas de la talla de Maurice Greene y al que ahora se le empieza a relacionar con Raymond Stewart y Glenn Mills, entrenador de Usain Bolt, quien dijo que «las drogas de diseño están compuestas de varias sustancias químicas. Simplemente cambiando una o dos moléculas al final de la cadena consigo sustraerme de la estructura de los controladores». Es decir, lo que en román paladino –en el qual suele el pueblo fablar a su vecino– viene a significar que meter una determinada sustancia dopante aún no descubierta en el cuerpo del deportista requiere de poco más que de cuatro remiendos de abuela con aguja e hilo dentro de un laboratorio. Algo que suscribió hace escasas semanas otro gigante del dopaje, Victor Conte, brigadier de los laboratorios BALCO –es decir: el famoso partero de la Tetrahidrogestrinona o, lo que es lo mismo: Marion Jones, Kelli White, Chambers, Monty, etc.– quien sentenció que en los Juegos Olímpicos de Londres más del 60% de los deportistas usó sustancias dopantes, al tiempo que añadía que el programa de controles era irrelevante. El marinero hablando del mar. No olvidemos que muchos de sus deportistas pasaron de puntillas por los Juegos Olímpicos de Atenas 2004 y Sídney 2000 burlando los controles antidopaje.
Claro que, puestos a señalar a los trileros del dopaje, ningún campo tan minado de ellos como el del ciclismo. Operación Puerto, Caso Festina o el tétrico Caso Friburgo, son sólo una muestra de lo que puede arrastrar el ciclismo, llevándose por delante a nombres como los de Floyd Landis, Alexander Vinokúrov, Iván Basso, Joseba Beloki, Ian Ullrich, Hamilton, Francisco Mancebo, Schleck, Bjarne Riis, Richard Virenque, Marco Pantani, Roberto Heras, Alejandro Valverde, Contador, Scarponi, Santiago Botero, Óscar Sevilla, Galdeano, Ángel Casero, Iban Mayo…Es decir, la crema del ciclismo de los últimos años sabe de primera mano lo que es dar positivo en un control, reconocer a toro pasado haberse dopado o formar parte de según qué sumarios. Y hoy suman a la lista de ángeles caídos un nuevo y ansiado cadáver: Lance Edward Armstrong, triatleta y ciclista tejano poseedor de siete Tours de Francia consecutivos –1999-2005– y posiblemente el deportista más grande de la Historia. Al bueno de Armstrong se le trata de desplumar como a una pobre perdiz desangelada ahora que la tormenta ha pasado. Incluso son muchos los que se agarran a lamentables y pobres teorías conspiranoicas respecto a lo que supuso su cáncer a la hora de crear algo así como un Frankenstein de los pedales. Es lo que tiene la poesía de la paranoia: responde y sacia los deseos de ciencia ficción que laten dentro del alma pobre e insegura. Esencia delirantemente chavista, en resumidas cuentas.
En el caso de Armstrong, no está de más recordar que nació y vivió como un héroe del deporte desde que era un polluelo sin alas. Como bien ha tenido a recordar Javier Morocho, eminencia deportiva y ex atleta olímpico, si se le desposee a Lance de sus títulos sobre la bicicleta, habría que llegar hasta el patio del colegio y empezar a desmochar ahí su pasado, ya que su vida no se entiende sin el triunfo deportivo desde bien temprano. Ya con doce años, siendo un niño, acabó cuarto en el campeonato de natación de Texas de los 1.500 metros. Aún sin cáncer ni brebajes del Dr. Jekyll, por supuesto. A los quince años, ganó el primer triatlón en el que se apuntó tras verlo anunciado por televisión. Con dieciséis, Armstrong consiguió acabar en la primera posición del calendario estadounidense de triatlón, firmando así su primer contrato profesional. A los veintiuno llegó a los Juegos Olímpicos de Barcelona ’92. Un año después, a los veintidós, le arrebató el Campeonato del Mundo de ruta de Oslo a un tal Miguel Indurain. Y sí, aún sin cáncer ni brebajes del Dr. Jekyll. Finalmente, a los veinticinco, se le diagnosticó ese cáncer testicular con metástasis pulmonar que muchos le endosaron como cruz maldita desde su bautizo deportivo, ignorando lo que fue del gran Armstrong antes de la enfermedad. Y pretenden pasar por alto que en Estados Unidos, ese gran país que invierte 4.800 millones de dólares en la lucha contra el cáncer, éste pueda ser derrotado, habida cuenta de que al cáncer lo vence la ciencia, no la chamanería. De hecho, al cáncer de Armstrong se le arrinconó en el centro médico de la Universidad de Indiana hasta crear no un Frankenstein, sino todo un Ave Fénix a fuer de devolverle la vida y las ganas de seguir peleando. No nació así el hombre de laboratorio que muchos quieren ver a partir de su tratamiento, sino que se trató de la lógica continuación de lo que su carrera deportiva permitía columbrar desde bien temprano. Entonces llegaron los siete Tours de Francia o la medalla olímpica de Sidney 2000, entre otros muchos logros más sobre la bicicleta. Y fuera de ella, hasta el punto de ganar en junio de este mismo año el clásico Iron Man 70.3 de Hawai, con record incluido, acabar la maratón de Nueva York con una rotura en la tibia o ganar el cross maratón de Steamboat Stinger, auténtico rompepiernas. Y sonroja leer toda suerte de críticas y ditirambos contra Lance Armstrong en un país como España, donde todo ser viviente se siente campeón del mundo desde una barra de bar sin saber bien lo que es poner un pie tras otro y donde la envidia y el cainismo son virtudes de suyas carpetovetónicas. Claro que a los deportistas españoles bien se les soba y conserva entre almíbares. Con ello, la aplicación de la vieja Justicia de Peralvillo a Armstrong –no se ha demostrado su culpa– ha sido recibida en amplios sectores ajenos al deporte con castillos de fuegos artificiales.
El fachendoso revisionismo llevado a cabo con Lance Armstrong al arrimo y al abrigo de la USADA es pura locura. Si evaluamos el pasado desde el presente, el andamiaje, el sostén, las costillas mismas del deporte entran en un proceso de osteoporosis sin retorno. Ni los medios, ni las personas, ni las técnicas, ni los avances médicos son los mismos ayer que hoy. ¿Es sano para el propio sistema esa eterna paranoia de sospecha por el ayer? ¿Cabría perseguir a todos los actores del pasado, tanto o más sospechosos que Armstrong, siempre con las habladurías, los correcorre, los dimes y diretes como fulcro y centro de gravedad de la sospecha? Pura neurosis. Por eso, la cacería del gran Lance Armstrong sólo se entiende desde la más baja pasión y no desde la razón. A la vista está cómo han salido en su defensas los que ayer fueran rivales del tejano. "No me considero subcampeón del Tour, fui tercero y lo sigo siendo", declaró Escartín. Olano, por su parte, fue tajante con su: "si no ha dado positivo no hay nada de que hablar". De igual se pronunció Oscar Pereiro: "me parece patético todo lo que está pasando". Y así, lisa y llanamente, hasta el infinito. Cuando jueces sin oficio ni beneficio, ni parientes ni habientes, meten las narices como porteras alcahuetas a fin de destruir algo tan sagrado como el honor y la gloria alcanzados con el sudor y la sangre, el sistema cae, muestra sus hendiduras y debilidades más insalvables hasta convertirse en puro aquelarre de intereses y lanzadas a moro muerto.
En este orden de cosas, cabría considerar que en un futuro no muy lejano se evaluaran al trasluz del tiempo no sólo los posibles casos de dopaje, sino aquellos otros en los que la ciencia sirviera de plataforma de lanzamiento del deporte hasta colindar con las puertas de algo parecido a un dopaje mecánico –el COI define dopaje como «la utilización de un artífice (sustancia o método) potencialmente peligroso para la salud de los atletas y/o capaz de mejorar los resultados»–. Es más, la propia definición del COI no admite interpretaciones ni cábalas. «Métodos». Pongamos un caso.
Durante los pasados Juegos Olímpicos el mundo entero asistió a uno de los momentos más impresionantes de la historia del atletismo: la final del 10.000. Mo Farah cruzando la línea de meta con un atleta de raza blanca que precedía a la quinta columna de etíopes. Y no sólo fue llamativo el hecho de que un británico de origen somalí –británico desde niño– y un níveo americano mordieran el oro y la plata respectivamente. Llamativo lo fue también que ambos fueran compañeros de entrenamiento en Estados Unidos. Para más detalles, ambos discípulos del gigante Alberto Salazar en el Oregon Runners Club. Salazar, atleta retirado por lesiones y ganador tres veces consecutivas de la maratón de Nueva York, conoce bien el deporte que tanto ama y por el que tanto hace. Su filosofía de trabajo es la de hacer el mayor volumen posible de kilómetros minimizando el impacto. No conviene olvidar que en el atletismo, a diferencia de otros deportes, la principal lacra es esa: los impactos de los apoyos y todo lo que conlleva a nivel de lesiones. De ahí que rara vez dure un atleta africano durante mucho tiempo en la élite, dadas las cargas de competición y de entrenamiento tan bestiales que les arrojan. Sólo hay que ver el ocaso del gran Bekele con sus continuos problemas de gemelos. Pero hablamos de Estados Unidos. Es decir, ciencia e innovación frente a genética y sinrazón. Y el bueno de Salazar lo sabe. Él lo sufrió. Por ello sus métodos de trabajo distan tanto de los castigos rusos, chinos, o africanos, con sus esquemas desfasados de tortura. Cintas anti gravedad para trabajar con mucha carga sin recibir impactos; criosaunas de nitrógeno líquido que "vacían" las extremidades de sangre engañando al cerebro y reparando los tejidos dañados; o cintas de carrera acuáticas con chorros de resistencia para rodajes largos de bajo impacto a fin de evitar lesiones, son algunas de sus herramientas de trabajo. ¿Métodos capaces de mejorar resultados, señores del COI? Salta a la vista. ¿Y no cabría considerar que el COI y la AMA, en un improbable destello de lucidez, optaran por acabar un buen día con este tipo de ayudas en un paroxismo revisionista, así como con el de los métodos de hipoxia natural de igual que persiguen absurdamente la eritropoyesis química?
Estamos abocados, pues, a vivir con la guadaña del revisionismo sobre los talones. El deporte de élite no es salud, ni es afición ni siquiera paseo. Es pura guerra. Y quien en él entra, sabe que acabará como el gato que se cuela por la chimenea: tiznado o quemado. Vale ya de tratar a los deportistas como a auténticos yonkis y empezar a tratarlos como a seres humanos libres. Claro que pedirle un mínimo de aprecio a la libertad en estos tiempos que corren no es empresa barata.
Al final, acabaremos viendo más de una escena parecida a la del ex ciclista Bjarne Riss, quien tras reconocer en una rueda de prensa allá por 2007 que se dopó con EPO entre los años 1993 y 1998 –ganó el Tour en 1996– declaró con el aplomo de quien se sabe abrigado por una conciencia tranquila: «El maillot amarillo está en el garaje de mi casa y pueden tenerlo cuando quieran. No tiene ningún valor, lo que tiene valor para mí son los recuerdos». Ni a los deportistas ni a los aficionados al deporte nos van a bajar del burro a coces. Los recuerdos flotan, no se tocan. Ya pueden ir sacando de la cama a más de un ciclista retirado para colocarle el apolillado maillot amarillo. De partida, más del 90% del podio del Tour de Francia de los últimos veinte años fue cliente de Eufemiano Fuentes. Revisen pues, revisen. Y fabulen. Bob Goldman les sonreirá desde algún lugar con su brazo descansando sobre el hombro del bueno de Lance Edward Armstrong.