El cinéfilo escéptico huye cada vez más de los galardones como referencia útil para anticipar el resultado de una sesión de cine y la causa en modo alguno cabe imputarla al paciente espectador acusado por algunos medios como indolente cuando no claramente desconfiado: está claro que los usos y costumbres de la mercadotecnia más salvaje se han apoderado de lo que antaño era una fiesta en la que se distinguía al más notable para reconvertirse en un medio más de conseguir engatusar al respetable a fin que pase por taquilla y deposite unos emolumentos no siempre remunerados desde la pantalla produciendo un cierto desencanto en la ciudadanía cada vez más harta de que intenten darle gato por liebre.
A pesar de la poca fe que concitan los premios, está claro que cuando una persona en su carrera ha recibido bastantes ello suele indicar, además de tener buenas amistades, que algo, aunque sea poco, habrá de tener el premiado para no quedar en evidencia.
Si hay un cierto prestigio añadido por trabajos reconocidos como excelentes solemos acordar que es una suerte contar en una película con colaboradores que de antemano gozan del aprecio popular por el desempeño de su labor.
Cuando se trata de enfrentarse al rodaje de una película en la que no va a haber ni tiros ni efectos especiales, el director querrá tener a su disposición el mejor elenco de intérpretes posible ya que la atención por fuerza deberá residir en los personajes que vivan la historia que la película se dispone a contar.
Claro que también puede ocurrir que quien mande no sea el director y volviendo a los tiempos clásicos en los que quien ponía el dinero distribuía las funciones a su antojo y entendederas, se haga recolecta de un grupo de intérpretes para representar una trama y luego se busque a un director que se haga cargo del rodaje, lo que desde siempre hemos conocido como "película de encargo", usualmente alimenticia para genios como Welles o Coppola por poner dos ejemplos de épocas distantes.
Si la película pertenece al primer o segundo grupo es cuestión que uno decide una vez la ha visto y suele ser una opinión no exenta de controversia que deberá aclararse acudiendo a la contemplación de otros importantes elementos que conforman el todo artístico que vemos en pantalla, no en vano el cine es un arte compendio de muchos otros.
Estas reflexiones se le ocurren a uno cuando ha visto una película y se ha quedado a medias e intentando aclararse da vueltas y vueltas sopesando los pros y los contras en un ejercicio contemplativo buscando una solución que, realmente, no tiene porqué existir desde el mismo momento en que se tiene al cine por el Séptimo Arte y como tal sujeto a apreciaciones particulares de agrado y disgusto e incluso ambas a un tiempo sin que por suerte nada importante suceda como consecuencia.
Si tuviéramos una balanza virtual, en un plato pondríamos todo el peso que figuradamente pueden representar 94 premios y 117 nominaciones recibidas por un grupo de intérpretes como éste:
Premios y Nominaciones
Anthony Andrews 2 y 2
Timothy Spall 3 y 12
Derek Jacobi 11 y 7
Michael Gambon 13 y 7
Guy Pearce 4 y 16
Helena Bonham Carter 23 y 23
Geoffrey Rush 26 y 28
Colin Firth 12 y 22
¿No está nada mal, verdad?
Porque, como decíamos hace un momento, a los premios hay que añadir el prestigio que sin duda tienen todos los componentes de ese grupito, intérpretes forjados en la escuela británica y su prolongación de las antípodas australianas.
Seguro que Tom Hooper cuando vio completo el casting quedó la mar de contento: afrontar a sus treinta y ocho años su tercer largometraje con un grupito así es una suerte.
Hooper se disponía a rodar una película provista de guión escrito por David Seidler quien se inspira en la relación existente entre el que fue Rey de la Gran Bretaña conocido como Jorge VI y el poco conocido logopeda Lionel Logue, australiano domiciliado en el Londres de principios del siglo pasado que ayudó al monarca a paliar su tartamudez.
Si tuviéramos que definir el género al que pertenece las dudas expresadas al inicio aflorarían de inmediato focalizadas en aspectos más detallados, porque insertarla en la categoría de histórica sería pecar de ingenuo ya que no todo lo sucedido en aquellos tiempos coincide con lo que vemos en pantalla. Lo cierto es que es una película de ficción y no tiene porqué ser exactamente fiel a la historia mientras no exagere demasiado la interpretación de unos actos que no constan debidamente contados en parte alguna y que como consecuencia han sido libremente adaptados a la dramaturgia considerada óptima para el producto final que, no lo olvidemos, es un entretenimiento.
Sin embargo, pesa sobre la cinta, en mi opinión, un cierto tufillo de típico producto relator de una superación personal con la ayuda de un personaje que alcanza importancia cabal en la trama, pareja cuando no superior al propio protagonista.
Sin duda la importancia de ese co-protagonista nos viene dada por la circunstancia nada casual de que el actor que le da cuerpo es Geoffrey Rush, que, según consta en la wikipedia en inglés leyó el guión antes incluso que el propio Hooper. Claro que lo que cuenta la wiki puede estar -y remarco lo de puede- mediatizado por la oficina de mercadotecnia habitual.
El guión escrito con cierta libertad por Seidler resulta interesante por el descubrimiento público que hace de la existencia de ese real logopeda pero se queda en medias tintas ya que los personajes están apuntados con poca profundidad: todos ellos son bocetos aceptables de lo que debieron de ser y así como algunos breves secundarios dan un juego muy aceptable -con la excepción de Churchill, que parece una mala caricatura y no por culpa de Spall- tanto los Duques de York como el logopeda Logue aparecen como si el guionista se hubiera autocensurado, cercenándose a sí mismo la posibilidad de aventurar un estudio psicológico más profundo, aunque se tratara de una simple invención; es posible que Seidler no sea capaz de presentar un contenido con más enjundia en los caracteres.
Y es una pena, porque Hooper cuenta con unos intérpretes de primera fila que se le entregan totalmente: Colin Firth aprovecha las características de ese hombre afecto de un problema que en otro sería anecdótico y explota con gran efectividad el recurso de la tartamudez, reclamo seguro para obtener reconocimiento público, aunque el pone las castañas en el fuego es Geoffrey Rush que, en un papel mal llamado secundario, despertó la admiración de este comentarista -una vez más- por el enorme despliegue de sutilezas con que adorna su siempre habitual dominio de la expresiva y educada voz que tiene.
Hay una escena en la que el taimado Geoffrey (que actúa también como productor ejecutivo de la película) planta su figura y da una breve lección de interpretar: cuando se presenta el actor Lionel Logue a un casting para representar a Ricardo III, adopta una expresión corporal ridícula y declama con voz rimbombante y uno se da cuenta inmediatamente del trabajo que el amigo Geoffrey está realizando en toda la película, en mi opinión comiéndose con patatas a todos los que tienen la oportunidad de compartir plano con él.
Luego el Oscar al mejor actor se lo dan a Colin, pero debe ser porque ni siquiera pudo Rush aparecer nominado como actor principal: supongo que representar a un Rey tiene sus ventajas. Alguien que disponga del guión original podría contar muy fácilmente las entradas que tiene cada personaje para salir de dudas.
En cualquier caso, la calidad del nivel actoral excede en mucho a la trama que se ocupan de representar, una historia que deambula en el filo de la navaja entre la reinterpretación de unos acontecimientos históricos e importantes en la Gran Bretaña del pasado siglo y la presentación de una lucha de un hombre para dominar un defecto en el habla que le impide desarrollar su función principal: no en vano en la escena dominada por el ladrón (de escenas) Michael Gambon como Jorge V éste le espeta a su segundo hijo que los monarcas han devenido en actores que representan a todo un pueblo y todos sabemos lo importante que una buena dicción es para un actor.
Esa trama de superación personal se articula como cualquier telefilme habitual en la sobremesa procedente de los innumerables estudios televisivos estadounidenses que siguen bebiendo en fuente semejante todavía al Selecciones del Readers Digest en los que la falta de profundidad es casi un sello identificador, y es ahí donde pierde fuelle esta película en mi opinión.
Hooper demuestra conocer su oficio proporcionándonos algunas escenas bien resueltas contando siempre con la intervención afortunada del camarógrafo Danny Cohen que utiliza unos objetivos muy adecuados, sean teleobjetivos para comprimir la niebla londinense y procurar intimidad pública a los personajes, sean grandes angulares con poca distorsión para representar la soledad del personaje frente a una multitud expectante. Le falta sin embargo a Hooper un punto de sencillez cuando en un travelling en vez de dejarlo transcurrir dando continuidad se dedica a fraccionarlo dando trabajo a la moviola de Tariq Anwar quedando una apariencia más televisiva que cinematográfica, salvo por la excelencia del apartado artístico, como siempre en producciones británicas, de primer nivel. en esta ocasión de la mano de Netty Chapman.
Me ha parecido pues una película interesante sobre todo para disfrutar de las buenísimas interpretaciones de los intervinientes, aunque la sensación, pasados unos días de su visionado y rememorada con calma, es que se trata de un mero divertimento, un ejercicio circense que tampoco requiere mayor esfuerzo: ni para interpretarlo, ni para disfrutarlo, acabando por ser olvidable ya que los personajes que viven en pantalla fenecen al encenderse las luces de la platea.