Dos imperdibles historias de autostop: ¡el mejor y el peor día a dedo de la Odisea!

Por Arielcassan

Quienes hayan llegado a este post después de haber leído algunos de mis posts anteriores, estarán al tanto de mi clara inclinación por el “autostop” -también llamado “viajar a dedo”- como método de transporte predilecto en mis viajes.

Desde mi primer experiencia con esta práctica años atrás, cuando un último bus del día no frenó para recogerme en la Patagonia Argentina y tuve que “hacer dedo” para poder regresar, he tenido numerosas experiencias y de todo tipo.
Las han habido buenas y malas, pero lo que es seguro, siempre estuvieron bastante alejadas de la mala reputación que esta costumbre viajera suele cargar sobre sus hombros.

Películas de terror hollywoodenses, periódicos sensacionalistas y un desafortunado “boca a boca” popular han hecho carne de este método de transporte como algo desaconsejable, peligroso, inútil e irrespetuoso en nuestra cultura occidental.

Sin embargo, la realidad es muy distinta. Empezando por el hecho de que nadie obliga a los conductores a “levantarte” en la ruta, ya no se lo debería considerar como algo impuesto o irrespetuoso. Y luego, creo que ya es beneficio para ambos.

El “levantador”, que viaja sólo y aburrido, se entretiene con las historias que el otro tiene para compartir, acerca de lugares y personaje lejanos, retomando por un rato, ese ya perdido papel de juglar, característico del medioevo.

El “levantado”, no sólo lo hace por no pagar (que de hecho a veces incluso se paga), sino que evita las horas aburridas esperando la salida de un bus/tren sin compañía, para luego sentarse a pasar el tiempo de viaje también sólo, y en cambio toma contacto de una forma única e inmejorable con la cultura local del país que visita, enterándose de cosas que ningún guía de turismo podría brindar, y retroalimentando así sus propias anécdotas de autostop para contarle a futuros conductores y compañeros de ruta.

En el post de hoy, seré yo el que asume aquel rol de juglar medieval para traerles dos nuevas historias de autostop directamente desde esta Odisea por el Mundo.
Una es un claro ejemplo de las cosas geniales que pueden pasarte al experimentar con esta ancestral práctica viajera. La otra… bueno, ¡ya verán!

Historias de Autostop... Aquí practicándolo en el sur de Holanda

¡A Bucarest sin escalas con dos lunáticos franceses!

Mis sucias zapatillas iban pateando las piedritas de todo tamaño que encontraban en su camino, con un paso cansino y vagabundero, a través del pequeño pueblo histórico de Curtea de Arges.

Acababa de descender de los Montes Cárpatos con Alex, un otrora diplomático rumano qué me había llevado a dedo a través de la mítica Ruta Transfagarasan, de increíble y desquiciado trazado.

Pero del lado sur de la cordillera, el panorama había cambiado radicalmente. La firmeza, opulencia y majestuosidad ancestral que se sentía en Transilvania había dado lugar a un lugar frío, abandonado y de mal aspecto en la región de Wallachia.

La Ruta Transfagarasan, recorrida a dedo para cruzar los Montes Cárpatos

El ambiente no me hacía sentir cómodo, y el sol poniente en el horizonte ya estaba cediendo ante el inminente crepúsculo.
Caminé hacia la salida del pueblo y esperé bastante tiempo, sin que nadie me levantase.

Alrededor de una aburrida hora después, un jóven gitano -que por cierto, su pueblo representa una mayoría étnica en la región de Wallachia- me hizo entender que no estaba sobre la ruta principal que yo suponía, sino que esta corría paralela a unas pocas cuadras de donde yo me encontraba.

Vida rural en Curtea de Arges. Wallachia, Rumania

Ergo, fui lentamente deambulando hasta encontrar la ruta principal, pero la esperanza de seguir viaje ese día se había agotado, y temía tener que pasar la noche en ese pueblo que inspiraba tan poca confianza.
¡Pero estaba muy equivocado!. ¡El día recién empezaba!. Aunque no lo hubiese creído si me lo decían en ese momento, el día terminaría a las 5 de la mañana.

Por una esquina común y corriente, como cualquier otra de aquel pueblo y de la que confluía una callejuela local sin más, dobló a toda velocidad un Ford Mondeo, que al verme parado haciendo la señal con el dedo levantado, frenó de golpe a mi lado.

Muy inesperadamente, los dos dueños del Mondeo resultaron ser esquiadores franceses, poseedores de un negocio de esquí también en Argentina, que hablaban un perfecto español, que iban directo ese día a Bucarest (aún más lejos de donde yo pretendía llegar), y que ¡seguirían de viaje en los próximos meses hasta India! ¡Otros grandes viajeros habían aparecido de la nada!

¡A toda velocidad tomamos la autopista a la capital rumana, compartiendo anécdotas de viajes, de montañismo, tomándonos fotos con su cámara “ojo de pez” instalada en el frente del vehículo (luego pretenden hacer una presentación con fotos de todos los que se fueron subiendo) y pasando un rato excelente!
Florian y Pilou, ustedes se lo han ganado. ¡El premio a los conductores más divertidos y lunáticos con los que haya viajado en esta Odisea!

Pero la genialidad de la casualidad inesperada a esas horas en un perdido pueblito rumano no terminaría allí.

Al llegar a Bucarest, cenaríamos juntos, buscaríamos los tres un hostel y nos uniríamos en el inolvidable “pub crawl” que el lugar organizaba para esa noche hasta la mañana del día siguiente.

Lo que empezó siendo un día normal de autostop para cruzar la Transfagarasan, terminó siendo uno de los mejores y más divertidos días del viaje. ¡Esas son las anécdotas que hacen del autostop una maravillosa forma de viajar!

Pilou y Florian, los dos lunáticos viajeros y esquiadores franceses

No hay mucho para contar acerca de Bucarest, que resulta una imágen viva de lo que se denomina comúnmente como “Europa del Este”.

El estigma casi intacto de la época comunista se puede apreciar en las repetitivas y grises edificaciones de la ciudad, en la separación geográfica de la urbe en “sectores” (en vez de barrios, tienen “sector 1″, “sector 2″, etc.) o en el imponente Palacio del Parlamento Rumano, que ostenta el Récord Guinness del edificio administrativo más grande, caro y pesado del mundo.

Sin embargo, no todas son críticas a la ciudad que alguna vez fue apodada la “pequeña Paris”. La zona antigua, con el distrito Lipscani son dignas de visitar, muchos edificios emblemáticos de hecho podrían combinar perfectamente en la capital francesa, y la central Plaza Unirii es una invitación a pasar una hermosa tarde de picnic disfrutando de sus jardines y sus fuentes.
Sin más que agregar, les dejo algunas fotos de la capital rumana.

Típicas edificaciones repetitivas de la época comunista en Bucarest


Típicas edificaciones grises de la época comunista en Bucarest


Construcciones en Bucarest de la época comunista


Palacio del Parlamento Rumano, el gigante edificio administrativo de Bucarest


Palacio del Parlamento Rumano, el gigante edificio administrativo de Bucarest


Bonito reloj en la Plaza Unirii, Bucarest


Centro Comercial Unirea frente a Plaza Unirii. La nueva imágen de Bucarest.

Tras dejar Bucarest, el peor día a dedo de la Odisea: a través de la frontera búlgara

Como siguiente paso luego de visitar Bucarest, la capital rumana, mi destino estaba claro como el agua: atravesar Bulgaria de norte a sur para llegar cuanto antes a Estambul, la fabulosa ciudad turca que alguna vez ostentó heroicamente los nombres de Bizancio y Constantinopla, y que me serviría de puente para cruzar al esperadísimo continente asiático.

Sin embargo, la proeza no sería para nada sencilla. La enorme ciudad en la que me encontraba imposibilitaba la primer tarea que debe hacer un autostopista para emprender viaje: conseguir salir de las grandes urbes hacia las desoladas rutas.

Una confusión en la obtención de la dirección de una de las múltiples estaciones de ómnibus que posee Bucarest, me tuvo dos horas caminando a través de los barrios más desolados de la capital en busca de mi pasaje hacia la frontera.
Para colmo, mi mochila estaba al máximo de su peso que tuvo en el viaje y contradictoriamente yo estaba en el mínimo, tras haber adelgazado una buena cantidad de kilos, por lo que el balanceo era realmente pésimo y mis hombros no se mostraban para nada contentos.

Finalmente llegué a Giurgiu, ciudad fronteriza rumana a eso de las 11am. Mal horario para cruzar una aduana como estas, y ya les contaré por qué.

Nuevamente me puse a caminar, esta vez los dos kilómetros que separan Giurgiu de su vecina búlgara, a través del macizo “Puente de la Amistad” que los separa cruzando el Río Danubio, con una buena pavimentación para los vehículos pero unas lamentables pasarelas llenas de obstáculos para los peatones.

No obstante, con la barba más exagerada que jamás yo haya tenido y un cansancio atroz, llegaba finalmente a Bulgaria, para empezar el que sería el peor día a dedo de la Odisea.

Cansado y con una exageradísima barba, hacía mi entrada triunfal en Bulgaria

Por primera vez en este viaje, estaba en un país que prácticamente no me interesaba conocer. Sólo lo quería usar de paso para llegar a Turquía, y parece que al enterarse Bulgaria de esto, le entró el rencor y el recelo, y se quiso vengar de mi.

Sin mayores problemas en la aduana, más allá de sorprenderse como siempre al ver un pasaporte argentino en esas tierras poco frecuentadas por mis compatriotas, llegué a la ciudad industrial de Ruse, la fronteriza del lado búlgaro.

El cartel que me encontraría me volvería a recordar viejos fantasmas dejados una semana atrás en Serbia:

Entrada a la República de Bulgaria y nuevamente al alfabeto cirílico


Cartel de bienvenida a Ruse, Bulgaria. "Pyce" es en escritura cirílica.

¡Nuevamente el indescifrable alfabeto cirílico! La “p” se pronuncia “r”, la “y” es una “u”, la “c” es una “s” y la “e” se mantiene, por lo que “Pyce” no se pronuncia “pise” como uno se apuraría a leer, sino “Ruse”, como de hecho se llama. ¡Qué despelote lingüístico, por favor!

Ya les dije que haber cruzado esta frontera recién a las 11am era un problema. Dada la confusión de los buses en Bucarest, había llegado más tarde de lo que quería. Y esto se debía a un motivo geográfico, difícil de explicar sin ver un mapa del país al que había llegado.

El camino directo de Bucarest a Estambul no pasa por ninguna gran ciudad búlgara. Un problema para el autostop.

La ruta que une Bucarest con Estambul, no pasa por ninguna ciudad grande de Bulgaria. Su capital, Sofía, o sus grandes ciudades como Plovdiv, Veliko Turnovo o Varna están muy alejadas de dicha trayectoria.
Esto significaba que no me serviría ningún camión búlgaro para llegar a mi destino, sino que necesitaría un camión turco.
Pero los camiones turcos que cruzan esta frontera, lo suelen hacer bien temprano por la mañana, por lo que mis chances de conseguir un viaje a esas horas ya serían muy bajas.

El sol del mediodía azotaba mi cabeza y mi nuca sin parar. Dejé mi mochila en la banquina de la ruta y me dispuse tranquilamente a esperar a mi camión turco salvador. Ni me imaginaba lo que iría a pasar, o mejor dicho, a no pasar…

Una hora…

Una hora y media…

Dos horas…

Los camiones y vehículos búlgaros pasaban sin siquiera frenar, y los pocos camiones turcos me hacían gestos de disculpa, pero que no podían levantarme.

Dos horas y media…

Tres horas…

Eran las dos de la tarde, tenía hambre y nada de comida, tenía sed y mi botella de agua estaba casi vacía. Y al ser un nuevo país por el que sólo quería cruzar, no tenía ningún “lev”, la moneda local.

Tres horas y media…

Cuatro horas…

Un mochilero aparece caminando a la distancia, como en esas típicas películas ruteras norteamericanas.
Era un chico francés, que sin dinero quería llegar a Grecia para pedir trabajo en algún lugar de vacaciones. Por lo menos, la apatía y la fatiga ya era compartida entre dos.

Cuatro horas y media…

Ya no pasaban camiones turcos por la ruta desde hace rato.
La esperanza de llegar a Estambul ese día se desvanecía por completo.

Tenía que cambiar de estrategia. Tenía que subirme a cualquier vehículo que me levantase. Sólo habían parado dos o tres autos en este horrible día a dedo, pero iban a otros sitios. El próximo que parase, ¡que me lleve a donde sea que vaya!.

El francés me había abandonado para seguir su camino unos quince minutos atrás, cuando paró un vehículo búlgaro.
Sinceramente, no entendí muy bien a donde iba, ni él me entendió nada de lo que le dije, pero señaló en mi mapa el poblado de “Karayan”.
El camino parecía desviarse de la ruta a Estambul, pero ya no me importaba, por lo menos iba hacia el sur.
Al bajar, ya vería que hacer.

Tras muy poco de andar, llegamos al pueblo donde él se desviaba y me bajé. Nuevamente a caminar hasta la ruta y hacer dedo nuevamente.

Cinco horas…

Cinco horas y media…

Durante la espera tuve tiempo de mirar bien el mapa regional, muy útil cuando no se entiende el idioma local. Al rato frenó un vehículo destartalado y me indicó otra ciudad cercana en el camino. ¡A este ritmo no llegaría a ningún lado!

Seis horas…

Estaba en las afueras de la ciudad búlgara de Razgrat, nuevamente esperando por alguien que me lleve -por lo menos- hacia la ruta que iba a Estambul.
Hasta ese momento en el día, ¡sólo había podido avanzar 65km!
El cansancio era enorme, la fatiga de una larguísima semana a dedo por Rumania me había dejado destruido, tenía hambre, sed (la botella ya se había agotado), nada de dinero búlgaro y una decepción total.

Seis horas y media…

Siete horas…

“¡Bastaaaaa! ¡No doy máaaaas!”, recuerdo haber gritado al vacío en mi soledad rutera.

¡Siete horas esperando en la ruta para hacer sólo 65km era el límite de mi tolerancia con esta excelente, aunque a veces frustrante forma de viajar!
Caminé otros interminables dos kilómetros bajo el sol -que ya se iba escondiendo- hasta encontrar la terminal de ómnibus de la ciudad de Razgrat.

El inevitable pesimismo de esas altas horas de un día agotador me quería convencer que no encontraría ningún pasaje útil allí, o que no aceptarían ninguna moneda de las que yo poseía.

Sin embargo, y como la mejor noticia del día, ¡había un pasaje a Estambul para dentro de una hora y aceptaban euros!
Era caro, era verdad. Pero podría comer algo con el vuelto y llegar a Estambul temprano por la mañana ahorrándome el hospedaje de esa noche. ¡No hay mal que por bien no venga, dice el refrán!

Con el estómago lleno y unos “levs” búlgaros de vuelto -sólo de colección- en el bolsillo, dejé mi mochila en el maletero y subí finalmente al bus de la empresa Metro que me acunaría el resto del día hasta mi célebre destino.

Finalmente me rendí con el autostop, y me tomé un soñado bus a Estambul

Lo último que recuerdo es desplomarme sobre el cómodo asiento de cuero. Después, simplemente, caí rendido al morfeico sueño sin ninguna escapatoria.

El peor día a dedo de la Odisea había finalizado, rindiéndome finalmente ante un adversario que no me dió tregua en toda la jornada, y al que me enfrenté en clara condición de desventaja por el horario y el cansancio que acarreaba. Como sea, estaba contento de estar ya encaminado hacia mi esperado destino.

En el bus, sólo me desperté una vez, y fue al llegar al paso fronterizo turco de Lesovo-Hamzabeyli en altas horas de la madrugada, para el rutinario control de pasaporte y equipaje.

Por mi curiosa nacionalidad, inesperada por esos sitios, me hicieron sacar mi mochila del maletero, la revisaron por completo, dejándome la tediosa tarea de volver a armarla casi íntegramente.
Sin lugar a dudas, ¡un protocolo necesario, pero muy irrespetuoso hacia alguien con un fatídico estado de cansancio y somnolencia como el que yo tenía!

Paso fronterizo "Lesovo-Hamzabeyli" entre Bulgaria y Turquía: donde me revisaron todo lo que llevaba

Un par de horas más tarde, el bus llegaría a la impresionante Otogar estambulita, la más grande terminal de ómnibus en la que haya estado, con unas 140 plataformas, tres pisos, prácticamente una ciudad en sí misma, con todo tipo de negocios, desde peluquerías hasta locales de venta de alfombras.

Finalmente, había logrado el cruce de toda la Península Balcánica y llegado ¡a Estambul!, sin duda la ciudad más fascinante en la que yo haya estado.
Pero merecidamente, esto ya será historia del próximo post de esta Odisea por el Mundo.

¡A dejar sus comentarios! ¡Saludos a todos!