Revista Expatriados

Dos maneras de ver el mundo (y la literatura)

Por Tiburciosamsa

Para abordar la manera diferente en que ven el mundo un occidental, educado en el aristotelismo y el cristianismo, y un oriental, imbuido de budismo, creo que debemos partir de dos dicotomías: cosas/relaciones y duración/impermanencia.
Para el occidental, el universo está compuesto por cosas sólidas. Descartes y  Newton concebían el universo como un mecanismo de relojería. La idea implícita es que ese mecanismo está compuesto por piezas que se mueven, por cosas.
Un niño occidental ve un cuadro de un bosque en el que muge un alce y su mirada se dirige inmediatamente al alce, que asume que es el elemento principal del cuadro. Un niño japonés mira el cuadro y su mirada se dirige al conjunto. Tan importante como el alce son los árboles y las relaciones que hay entre el alce y los árboles.
El oriental vive en un universo relacional. El budismo tiene una metáfora para explicarla y es la de la Red de Indra. Imaginémonos el universo como una inmensa red. Cada nudo de la red sería una de las cosas sólidas que tanto gustan a los occidentales. Ahora bien, vayamos deshaciendo ese nudo hebra a hebra y ¿con qué nos quedamos al final? Con nada. Lo que parecía tan sólido no era más que un haz de relaciones, un conjunto transitorio de elementos unidos brevemente por la conjunción de una serie de causas.
Para Buda ése es uno de los rasgos esenciales de las cosas: “anatta” en pali, literalmente, no-yo. Las cosas carecen de existencia por sí mismas. Son en tanto que conjuntos de relaciones, en tanto que agrupaciones transitorias de elementos.
Una consecuencia del concepto de solidez del occidental es que la duración se ve como una virtud. Pensemos que los adjetivos “imperecedero”, “perdurable” e “inmutable” tienen para nosotros connotaciones positivas. El Imperio Romano duró 400 años, mientras que el imperio japonés podemos estimar que duró 50 años, el tiempo que va de su victoria en la guerra chino-japonesa de 1894-95 ala derrota en la II Guerra Mundial.Implícitamente tenderemos a pensar que el Imperio Romano fue superior porque duró más tiempo.
La combinación de esa obsesión por las cosas sólidas y por la duración, hace que Occidente valore lo inmutable. Thomas Moro imagina un mundo perfecto y se imagina que ese mundo una vez establecido ya no conocerá alteración alguna. El Paraíso cristiano es la Utopía última: todos tocando liras en una nubecita, contemplando a Dios, inmutables por toda la eternidad.
Un budista no entendería porqué esta obsesión con la permanencia. Precisamenteotra de las marcas de la existencia, según Buda, es “anicca”, la impermanencia. Todoestá en continua mutación, nada dura. El taoísmo aquí le da la mano el budismo y nos recuerda que el universo es dinámico y está en permanente cambio. Lo que no cambia, es lo que está muerto.
¿Cómo se traduce esta diferencia de conceptos en literatura?
Tomemos por ejemplo un haiku muy famoso de Matsuo Basho. Octavio Paz lo tradujo de la siguiente manera:
Un viejo estanqueSalta una rana¡zas! Chapaleteo.”
Basho se ha limitado a transmitirnos una instantánea. Estanque-rana-chapaleteo. El foco de atención no se dirige a ninguno de los tres, sino a la relación que mantienen en este mismo instante.
He buscado algún poema sobre ranas en la literatura española y no he encontrado ninguno. Tal vez sea que para una civilización obsesionada con las cosas, las ranas parezcan una cosa demasiado pequeña y verde como para ser cantada. Busquemos un animal más vistoso, por ejemplo un león.
Alfonsina Storni tiene un poema titulado precisamente el león. El contraste de este poema con lo que pudiera haber hecho un poeta oriental es notable. Para empezar,  Storni le dedica 52 versos al león. No creo que ningún poeta oriental hubiese pensado que ningún objeto mereciese por sí solo tantísimos versos. El león de Storni está en una jaula del zoo, lejos de su espacio natural. Los poetas asiáticos prefieren retratar los animales y las plantas en su ambiente natural, allá donde tienen sentido, en su haz de relaciones habitual. Storni además introduce a un observador:
El hombre que te mira tiene las manos finas,Tiene los ojos fijos y claros como tú. Se sonríe al mirarte. Tiene las manos finas,león, los ojos tiene como los tienes tú.”
La dicotomía entre el sujeto que ve y el objeto mirado es total. Un poeta asiático habría intentado integrar sujeto, objeto y acción de mirar y formar una unidad entre ellos. Comparemos esa manera de ver el mundo con la de un poeta de la dinastía T’ang, Ch’ang Chien:
Entrar en un antiguo templo al amanecerEl sol golpea los altos árbolesUn sendero conduce a un lugar escondidoA una sala de meditación en un bosque en florDonde la luz de la montaña alegra el corazón de los pájarosY los reflejos del estanque calman las mentes de los hombresLos diez mil sonidos estaban acalladosSólo se oye una campana.”
Aquí el observador se funde con el paisaje que ve. Conforme a la práctica habitual en la poesía clásica China, Ch’ang Chien elude el uso del pronombre personal. A menudo los occidentales al traducir poesía china se sienten obligados a introducir esos pronombres que los autores elidieron. En el primer verso hubiera podido traducirse “yo entro” y en el último “yo oigo”, pero entonces habríamos tenido a una mente occidental reinterpretando un poema clásico chino y no sintiéndolo.
Storni termina su poema con unos versos sentidos en los que equipara su situación con la del león:
“Como tú contra aquélla mil veces he saltado.Mil veces, impotente, me volví a acurrucar.¡Cárcel de los sentidos que las cosas me han dado!Ah, yo del Universo no me puedo escapar.”
Un poeta oriental nunca sacaría una conclusión tan tremebunda y metafísica del simple hecho de haber visto un león en un zoo. Para el poeta oriental el momento sobre el que escribe es eso: un instante impermanente y fugaz, algo que impresiona el espíritu durante unos segundos antes de desvanecerse. No tendría sentido crear una filosofía de la vida sobre la base de cinco minutos de contemplación de un león enjaulado.
Hay un poema de Su T’ungpo que refleja muy bien esta idea de que la vida es la vida y no hay que buscar más allá de lo que hay.
“Mi hijo pequeño no conoce la pena:Se ha agarrado a mi vestido para ponerse derecho.A punto de perder la paciencia,Cuando mi mujer regañó al niño por tonto.¿por qué no te limitas a ser feliz?”Parado, avergonzado por sus palabras;Puso una copa de vino ante mí.Es mucho mejor que la esposa de Liu LingQue se enfadó con su marido por gastar en vino.”
Para ponerlo en contexto, hay que saber que la carrera profesional de Su T’ungpo se caracterizó por los vaivenes y que la palabra “exitosa” no es la que mejor la definiría. En este poema Su T’ungpo compara sus desazones con la despreocupación de su hijo pequeño. Un poeta occidental sin duda habría concluido el poema con alguna moraleja muy sentida. Su T’ungpo se limita a decir: “Pues sí, pues sí. Otra copa de vino”.
Su T’ungpo se preguntaría seguramente por lo que estás haciendo, conectado a internet y leyéndome, cuando deberías estar ahí fuera, viendo el atardecer, leyendo poesía y bebiendo buen vino. 

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