I
No creo que nunca haya formulado grandes planes para el año venidero cuando el saliente iba cerrando. Cree uno en las cosas irrelevantes y sobre ellas construye la épica de las grandes. Suele pasar que las altas esperanzas (a la manera dickensiana) las va arruinando el azar, la incompetencia de quien las fragua o la suma de una serie de catastróficas desdichas que, en muchas ocasiones, las provocamos nosotros mismos. Yo mismo peco de no no ser el constante que debiera y flaqueo a la primera de cambio. Hay días en que me armo de júbilo y confío en mis posibilidades y días en donde enfermo de pesimismo, miro de frente al porvenir, calibro pros y contras y me dejo llevar sin que esa inercia cobarde afecte a mi trato con los demás o a mi quehacer diario, en el trabajo, en casa. La conciencia, caso de que alguna subsista por ahí dentro, es la que luego cobra sus peajes.
II
Paso gran parte de la noche purgando el disco duro de mi ordenador. Constato que de una forma inexplicable se parece en demasiadas cosas a mí, a quien lo ha ido llenando o vaciando, según qué circunstancias.Recreo en mi cabeza la nómina escandalosa de asuntos que compartimos los dos. Razono que el disco duro me tiene a mí para que lo encauce y ordene e imagino una parte de alivio en su pequeño corazón de máquina, pero ¿a quién tengo yo para que me afine y purgue? ¿En quién deposito la confianza de que ese acto piadoso me libere de cogitaciones inoportunas, me desarme de iras innecesarias y me conforte finalmente? El alma se multiplica y echa ancla en el paisaje al que accede. Las baldas del armario que tengo a la espalda tienen una perfecta biografía de mis cuarenta y seis años. Son ellas, con toda la historia que tutelan, con los cuentos de Borges, con los blues del delta, con los poemas de Valente, con las canciones del Sinatra de Reprise, con los libros infantiles y juveniles con los que mis hijos han ido creciendo y creciéndose, las que me cuentan como persona. Quizá ni yo mismo me explique como ellas lo hacen. Ni lo intento. Invito a mis amigos a casa y les dejo mirar las estanterías. Lo que no saben, está a su disposición; lo que conocen, se consolida a medida que miran, cómplicemente, los tomos apilados, toda esa evidencia absoluta de lo que uno ha estado haciendo. Incluso está lo que uno nunca ha hecho. Somos lo que tenemos, pero sobre todo somos lo que no tenemos.
III
He leído muy poca poesía en dos mil doce. He visto muy poco cine en dos mil doce. De esa flaca memoria del año se salva el jazz. Creo que no podría dejar de escucharlo. Hay días en los que no se posee tiempo para perderse en un libro o para sentarse en una butaca y ver una película. Días que aplastan más que otra cosa. Días que van persiguiéndose sin que podamos frenarlos. No todos son así, afortunadamente. Los hay mansos y dóciles, de los que se dejan. Días para leer un libro en una sentada o dos películas en otra. Para pasear sin prisa, admirando las cosas que nunca miramos con atención. Para no hacer nada. Y qué bendición eso de no hacer nada y, encima, saberlo, paladearlo, apreciarlo como un don. Perderse en la periferia de las cosas. Mirarlas sin que nos obligue a nada la aprehensión de sus gestos, toda esa topología incansable con que la realidad nos reclama sus mimos.