Acabo de escribir el título de la entrada, "Dos poetas griegos", y ya estoy pensando que me he equivocado. Debería ser "El poeta griego y otro más". Porque el primero de ellos es Constantino Cavafis, el vate heleno contemporáneo por antonomasia (aunque naciese hace 150 años en Egipto, después de que su familia emigrase de Turquía: su helenidad la otorga el lenguaje). En una escaso margen de días, he recibido dos libros: Ítaca, el célebre poema del escritor de Alejandría, publicado por Nórdica, y Cuatro estaciones, de Costas Mavrudís, un autor de nuestro tiempo al que no conocía, aparecido en Pre-Textos. Ambos han sido traducidos por Vicente Fernández González, nuestro mejor traductor del griego moderno, junto con Juan Manual Macías (que, por cierto, también acaba de traducir la poesía completa de Cavafis, igualmente en Pre-Textos). Ambas ediciones son bilingües y primorosas: Mavrudís aparece en el elegante formato habitual de la editorial valenciana, y Cavafis, en Nórdica, con las espléndidas ilustraciones de Federico Delicado. Lástima que con este Correos —no sí el español o el británico— haya hecho de las suyas y, pese al cuidado con que había sido envuelto, me haya llegado con un importante desgarrón en el lomo. Para consolarme, lo consideraré una herida de guerra, una cicatriz honorable. En cuanto al contenido, nunca he ocultado que Cavafis no está entre mis poetas favoritos. Es demasiado plano, demasiado escueto, demasiado astringente, para mi gusto. No me interesan demasiado sus elucubraciones bizantinas, ni el realismo áptero de sus cuadros, ni su alabada falta de retórica (que solo es otro tipo de retórica: siempre hay retórica en un poema, como siempre hay arquitectura en una casa). Este es uno de esos clásicos casos en que se difiere de una convención universal. El mundo parece admirar sin excepción a Cavafis, y la lista de quienes le han rendido pleitesía, desde que se publicaran por primera vez los 154 poemas que él consideraba canónicos, y que constituyen su obra completa, en 1948, abruma: en España, desde Cernuda (aunque confesara que apenas había leído algunos poemas traducidos al inglés) hasta Jaime Gil de Biedma y José Ángel Valente, pasando por casi todos los novísimos. Pero a mí no me dice nada. (Una vez dije esto mismo de Gil de Biedma en un acto público y Antonio Martínez Sarrión, que estaba a mi lado, gritó, entre verbenero y reivindicativo: "¡Pues a mí me dice discursos!"; tuvo gracia). El mundo de Cavafis se sustrae a mi lente lectora, como si no hubiera ajuste posible entre sus intereses y procedimientos, y mi ángulo de visión. Pero no pasa nada, o no debería pasar: todos tenemos autores con los que no sintonizamos. Nabokov detestaba el Quijote; hay muchos que no pueden con Faulkner o con Proust; Celan, uno de mis poetas favoritos, es repudiado por la mayoría de los amantes de Cavafis; Gamoneda suscita rechazo en algunos editores que conozco. A mí, modestamente, no me gusta Cavafis. Pero esto no es óbice para reconocer el magnífico trabajo hecho por Vicente Fernández González, tanto con él como con Costas Mavrudís: ceñido, fluyente, comprensible, castellano. Y esto no es poco, antes bien, es muchísimo: que un poema, escrito en un idioma tan alejado de la lengua a la que se traduce como el griego, suene con la entereza y, a la vez, con la naturalidad del español, es lo máximo a que puede aspirar un traductor (y sus lectores). Mavrudís, por su parte, nacido en 1948 en las islas Cícladas, propone una poesía hondamente arraigada en la vida cotidiana, en el ajetreo diario de los seres. Mavrudís siempre cuenta historias que se reconocen como tales, pero en las que se incardina, como un aguijón o un garfio, el sobresalto de la poesía. Sus historias, permítaseme la redundancia, anclan, o, mejor, sobrenadan, en la historia (en la de su familia, su país y el mundo), y se apoyan en una intertextualidad ubicua, que incluye a Madame Bovary y Blaise Cendrars, a Rubinstein y Goofy, al Eclesiastés e Isabel Allende. Sus formas, muy dúctiles —de poemas en prosa a versos constituidos por una sílaba o incluso una letra—, se vierten en poemas largos, en bloques culebreantes, llenos de información, pero también colmados de transformación lingüística y de imágenes perturbadoras, como los pechos y muslos "vehementes" de las mujeres a las que ve en una playa o un "edredón ingrávido, como una idea". En estos grandes continentes de acontecimientos, cuya argamasa es una percepción líquida y una reflexión penetrante, que son los poemas de Cuatro estaciones—de tan vivaldiano título— cabe casi todo: la crítica política, la rememoración autobiográfica, la crónica viajera, el bucle histórico, la pulsión existencial y el humor negro, como cuando habla de "la rutinaria atención / de las funerarias / al pelo / de todos los difuntos / hombres, mujeres / siempre peinados hacia atrás / (al parecer facilita las cosas al maquillador)". Me ha agradado encontrar en el libro dos poemas que hablan de realidades que también yo conozco: el primero se titula "Verano o En la playa de Badalona" (que es donde observa aquella vehemencia carnal antes mencionada y donde algunos veraneantes leen a Isabel Allende), cuyos hechos encuentran cobijo en la memoria, "aterciopelado incordio", y cautividad en el poema, donde restituyen, machadianamente, lo perdido. (Yo mismo estuve hace no demasiados meses en la playa de Badalona, charlando con Christian Tubau: había ido a presentar su Libro de los alfabetos y nos entretuvimos en una terraza junto a la arena, hablando con vehemencia de mujeres y literatura, y chupando una cerveza muy fría, a la vista de un mar acorazado por la oscuridad que se derrumbaba). El segundo, "Verano o Primera clase" describe el Londres de la Segunda Guerra Mundial, sometido a los bombardeos nazis. Ayer, 11 de noviembre, fue precisamente Remembrance Day, la jornada en la que se recuerda, con explosiones no de bombas, sino de amapolas, a los muertos en las innumerables guerras libradas por la Gran Bretaña. Esta cercanía de Mavrudís, este hablar de lo que ha visto (o pensado, o imaginado) en el puro tráfico de la vida, con incrustaciones desordenadas, como están siempre en la conciencia, de impresiones, de analogías, de lecturas, de diálogos, de pechos y muslos admirados, de instantes que de desvanecen e instantes que perduran, me lo hace más tangible, más sanguíneo, más hermosamente impuro, que el casi inexistente, de tan fino, de tan frío, Cavafis.Transcribo un fragmento del poema titulado "Verano o Agosto en Lutraki":Retrospecciónpráctica provechosapara quienes (con los ojos en la nuca) contemplanel etéreo cuerpo de lo perdidoasí ocurre con quienes evocan lo ya periclitadoy así ocurrió con el vespertino imprevistocuando el desconocido me telefoneóme levantó de la mesa navideñahabía leído lo que yo había escritosobre el torpedeo del Heleno, me dice, el Frixo no se encontraba como usted afirmael día de la Virgen de agosto en Tinosen el puerto estaba el Fridapropiedad de los hermanos Inglesisamiosme ha dado su número la compañía telefónicaen el cuarenta tenía dieciséis años aclaraaquel día con un fuerte viento del norteme dirigía a Sirosconocía a sus padresempieza a hablar de cierto soldado italianoya no conocía la historiapersiguió a su padrepor las clases del colegiole tiraba objetos y pupitres(había difundido noticias derrotistassobre África dl Norte)sería acaso Pierinose pregunta sesenta y cinco años despuésno estoy seguro, me dice, con circunspección de historiadory pasa a asuntos familiaresle gustaba mi madre cuando iba al colegioel tío Yanisqué éxito teníaera admiradoel único que vive le respondohabía interrumpido como he dicho el banquete navideñoescuchaba aquella lista de caídos (un cronista extraño, un pasado con teléfono), la pulverización del tiempo, quiero decir, el desconocido apedreándome con acontecimientos, echándome ausencias a la cara con malicia, como diciendo de sesenta años en esencia este es el resumen, aunque sé que querrías un siglo tartamudo incapaz de decir una palabra, que cada frase durara un infinito, que no tuvieras que asentar los hechos con los versos, lo que sabemos desde Horacio ("exegi monumentum...", "he levantado un monumento más duradero que el bronce") hasta el cerebral Seferis que escribió "asirnos en la huida" (...).