La siguiente experiencia editorial la viví siete u ocho años después, cuando la editorial Fundamentos, dirigida por Juan Serraller y Cristina Vizcaíno, decidió editar mi primera novela, Mar de octubre. Estaba situada --todavía lo está-- en un piso amplio (creo que en la tercera planta) del Madrid con cierta vocación aristocrática de la calle Caracas, casi esquina con Fernández de la Hoz. Recuerdo mi acceso a aquel piso de suelo de parquet en el que los libros se acumulaban en amplias estanterías en las que no me era difícil reconocer la primera edición, en España, de Paradiso, de José Lezama Lima, o las ediciones, todavía en el catálogo de aquel año de su colección Espiral, de John Barth, o Thomas Pynchon, de los años 70. Serraller solía sentarse en un despacho situado en el extremo opuesto de la sala a la que se accedía al dejar el vestíbulo. Entonces yo fumaba de manera casi compulsiva y él lo tenía radicalmente prohibido. De modo que en su despacho había siempre una suerte de purificador que estaba permanentemente echando vapor de agua con un ligero olor a hierbas medicinales y sus primeras palabras, cuando lo visitaba, eran para invitarme a apagar el cigarrillo. Acababa de nacer su colección de narrativa y mi novela aparecería en ella. Ni que decir tiene que viví aquella experiencia con el entusiasmo y la ansiedad de quien sueña con salir del anonimato, de cerrar un imaginario círculo, iniciado con la poesía, con el acceso a la narrativa. Fundamentos olía a hierbas medicinales. En Fundamentos, Cristina Vizcaíno era una editora meticulosa y sabia. Y yo era un nervioso narrador soñando con que aquella primera novela inundara los anaqueles de las librerías. En el fondo, el piso de Caracas 15 fue para mí un espacio mágico. No olvidemos que en Fundamentos había leído, a principios de los 70, los primeros textos revolucionarios y los textos contraculturales que llegaban de la América hippie y psicoanalizada. Editar allí era algo parecido a un sueño.
Pero el cumplimiento del sueño (no de "algo parecido") vendría después, cuando, en el chalet que esta mañana contemplaba desde el coche y bajo un toldo de nubes primaverales, Eugenio Gallego, editor y maestro, a la sazón director literario de Mondadori, intelectual crítico que se había curtido dirigiendo la colección de bolsillo de Alianza Editorial, me dijo que me publicaban El lento adiós de los tranvías en una nueva colección que estaba diseñando nada menos que el mítico Daniel Gil. Eugenio tenía el despacho en la primera planta y desde la ventana se veían las copas de los árboles del jardín. Entre manuscritos, libros de las distintas colecciones de la mítica editorial Mondadori y borradores de diseños de portadas diversas, yo supe que iba a ser autor de aquel sello (era el sello de Gabo, de Onetti, de Fuentes, de Mutis...). Aquel chalet olía extrañamente a moqueta recién lavada con lejía, era un lugar lleno de trabajadores de la edición, el corazón de los sueños literarios de mis amigos. Era, además, el templo de la narrativa contamporánea en castellano. Recuerdo que pensé que al fin había accedido al lugar que me esperaba desde la adolescencia. Y no iba descaminado.