Es curioso cómo puede cambiar la forma en que admiramos a un escritor de acuerdo a los giros y vueltas de campana que dan nuestras vidas. Sobre todo, en esos casos (que son, creo, los más) en los que no enterramos a nadie, sino que solo cambiamos al ídolo de altar, para que se ajuste mejor a la nueva decoración del templo de divinidades paganas de cada cual. Me ha pasado con muchos autores, que sin perder un ápice de mi admiración, han tenido que ser mudados de alcoba: García Márquez es uno de ellos, y Eguren otro. Tampoco es Rimbaud el mismo poeta en el que calmaba mis hambres de adolescente, sino que hoy lo leo con un ímpetu renovado y muy distinto, igualmente morboso, pero con algo menos de tempestades, que en cambio se siguen levantando cada vez que pongo los ojos sobre un verso de Baudelaire. Y, entre este montón de escritores, hay uno en particular que me gustaría mencionar, por la mudanza radical de la que ha (o he) sido víctima: me refiero al filósofo danés Sören Kierkegaard. Kierkegaard hizo su primera aparición en mi vida cuando yo tenía catorce tiernos y lamentables años de existencia sobre esta tierra, vía esa famosa novela de Jostein Gaarder, El mundo de Sofía. A los dieciséis compré, en una edición barata, el Tratado de la desesperación, en una traducción tan aborrecible y poco cuidada que no valía ni los nueve soles que pagué por el libro, pero que me sirvió para hacer un primer sondeo directo de la obra de Kierkegaard. Lo que encontré fue un abismo en el que las ásperas contradicciones de la vida y la condición humana se tensaban en agonía, para resolverse finalmente al poner los ojos en el Cielo, en un Dios que nos hablaba a la oreja a cada uno de nosotros y que justificaba todo aquel dolor. Yo, enterrado en mi cristianismo idealista de patético adolescente que anda desesperado buscando un camino por donde remolcar sus propios sentimientos encontrados, enseguida sentí a este autor, que tantos llamarían lejano, como un hermano de sangre o un gemelo de alma (esa cosa en la que entonces -¡horror!- aún creía). Curioso... ¿cómo podía resolver el que Kierkegaard y Schopenhauer se dieran la mano entre sí y con el cristianismo de por medio? Cosas de la adolescencia, supongo.Con los años, sin embargo, muchas cosas sucedieron, entre la vida y los libros, y llegó un momento crítico en el que todo ese idealismo se fue -felizmente- por las tuberías como el trozo de mierda que era y yo pude replantear mis creencias sobre bases más desesperanzadas y humanas. Al fin mi pesimismo schopenhaueriano encontraba un asidero firme, mientras el existencialismo y el pragmatismo redecoraban la casa. Pero... ¿y Kierkegaard? ¿Acaso él también se iba a ir por la borda? La respuesta es un obvio, redondo y rotundo "no". Tampoco se fue mi fascinación por la teología, ni el gusto por los relatos bíblicos -especialmente el Apocalipsis de San Juan-, ni muchas otras cosas. Kierkegaard es lo bastante sólido como para sobrevivir a este tipo de contrariedades, y lo he seguido leyendo (y lo seguiré haciendo) con la boca muy abierta, admirando su secreta calidez, su honesto dolor, su cruda agonía, sus valores cristianos, su compromiso con todo aquello en lo que él creía. Pero a partir de ese momento se abrió para mí, también, un Kierkegaard nuevo, uno que sólo podía empezar a descubrir desde ese nuevo observatorio. Para admirar a un pensador, uno no tiene que estar de acuerdo con él. Yo no puedo creer seriamente que el sistema idealista de Schopenhauer, por muy pesimista y crudo que sea, sea el rostro oculto de la realidad, pero sigo pensando en él como en el mejor filósofo que ha habido alguna vez en este mundo. Hegel, en general, me parece un palurdo irritante, y sin embargo lo leo admirado, como se tiene que leer a los genios. Marcuse tiene mucho que enseñarnos y mi admiración por su obra es gigantesca, aunque creo que muchas de sus teorías ya han sido superadas. Lo poco que entiendo de los textos de Fodor no me convence, y aún así su forma de desarrollar los problemas, echando mano de la más sólida argumentación y del mejor sentido del humor al mismo tiempo, me dejan boquiabierto. Pues bien: con Kierkegaard me pasa algo similar. Yo no puedo estar de acuerdo con la forma en que Kierkegaard resuelve muchos de los problemas filosóficos que plantea y desarrolla, ni parto de los mismos juicios previos, ni puedo abrazarme a ese naufragio que, creo yo, es el cristianismo. Pero me quedo con otro de sus tantos rostros: el humano, el que se duele y siente con una sensibilidad y una entereza únicos los problemas de la condición humana: la angustia, la muerte, el temor, la desesperación. Rostro que sigue exponiendo algunas intuiciones filosóficas que, de sobra está decirlo, hay que tener en cuenta el día de hoy, cuando tantos años se han puesto de por medio entre él, el hombre, y nosotros. Enterrar la historia de la filosofía es tan absurdo como pretender vivir encerrados en ella. Los problemas a los que hoy se enfrentan (y plantean y replantean) los filósofos todavía guardan el eco de los que las plumas de los pensadores del pasado desarrollaron en su tiempo, y ellos todavía tienen mucho que enseñarnos, por muy distinto que sea nuestro panorama al suyo. Al fin y al cabo, es desde este nuevo contexto (desde este nuevo "horizonte", diríamos con Gadamer) que reinterpretamos su obra, y eso justifica la vigencia de muchas de sus páginas e intuiciones. Así, los libros de Kierkegaard siguen conteniendo las mismas palabras que tenían cuando los leí en mi juventud, y sin embargo puedo redescubrirlo como un universo nuevo. Porque claro: soy yo, el lector, el que ha cambiado, el que ya no subraya los mismos pasajes que hubiera subrayado a mis quince. Sí, pues: Sören Kierkegaard sigue aquí, conmigo y entre nosotros. Por suerte.
Es curioso cómo puede cambiar la forma en que admiramos a un escritor de acuerdo a los giros y vueltas de campana que dan nuestras vidas. Sobre todo, en esos casos (que son, creo, los más) en los que no enterramos a nadie, sino que solo cambiamos al ídolo de altar, para que se ajuste mejor a la nueva decoración del templo de divinidades paganas de cada cual. Me ha pasado con muchos autores, que sin perder un ápice de mi admiración, han tenido que ser mudados de alcoba: García Márquez es uno de ellos, y Eguren otro. Tampoco es Rimbaud el mismo poeta en el que calmaba mis hambres de adolescente, sino que hoy lo leo con un ímpetu renovado y muy distinto, igualmente morboso, pero con algo menos de tempestades, que en cambio se siguen levantando cada vez que pongo los ojos sobre un verso de Baudelaire. Y, entre este montón de escritores, hay uno en particular que me gustaría mencionar, por la mudanza radical de la que ha (o he) sido víctima: me refiero al filósofo danés Sören Kierkegaard. Kierkegaard hizo su primera aparición en mi vida cuando yo tenía catorce tiernos y lamentables años de existencia sobre esta tierra, vía esa famosa novela de Jostein Gaarder, El mundo de Sofía. A los dieciséis compré, en una edición barata, el Tratado de la desesperación, en una traducción tan aborrecible y poco cuidada que no valía ni los nueve soles que pagué por el libro, pero que me sirvió para hacer un primer sondeo directo de la obra de Kierkegaard. Lo que encontré fue un abismo en el que las ásperas contradicciones de la vida y la condición humana se tensaban en agonía, para resolverse finalmente al poner los ojos en el Cielo, en un Dios que nos hablaba a la oreja a cada uno de nosotros y que justificaba todo aquel dolor. Yo, enterrado en mi cristianismo idealista de patético adolescente que anda desesperado buscando un camino por donde remolcar sus propios sentimientos encontrados, enseguida sentí a este autor, que tantos llamarían lejano, como un hermano de sangre o un gemelo de alma (esa cosa en la que entonces -¡horror!- aún creía). Curioso... ¿cómo podía resolver el que Kierkegaard y Schopenhauer se dieran la mano entre sí y con el cristianismo de por medio? Cosas de la adolescencia, supongo.Con los años, sin embargo, muchas cosas sucedieron, entre la vida y los libros, y llegó un momento crítico en el que todo ese idealismo se fue -felizmente- por las tuberías como el trozo de mierda que era y yo pude replantear mis creencias sobre bases más desesperanzadas y humanas. Al fin mi pesimismo schopenhaueriano encontraba un asidero firme, mientras el existencialismo y el pragmatismo redecoraban la casa. Pero... ¿y Kierkegaard? ¿Acaso él también se iba a ir por la borda? La respuesta es un obvio, redondo y rotundo "no". Tampoco se fue mi fascinación por la teología, ni el gusto por los relatos bíblicos -especialmente el Apocalipsis de San Juan-, ni muchas otras cosas. Kierkegaard es lo bastante sólido como para sobrevivir a este tipo de contrariedades, y lo he seguido leyendo (y lo seguiré haciendo) con la boca muy abierta, admirando su secreta calidez, su honesto dolor, su cruda agonía, sus valores cristianos, su compromiso con todo aquello en lo que él creía. Pero a partir de ese momento se abrió para mí, también, un Kierkegaard nuevo, uno que sólo podía empezar a descubrir desde ese nuevo observatorio. Para admirar a un pensador, uno no tiene que estar de acuerdo con él. Yo no puedo creer seriamente que el sistema idealista de Schopenhauer, por muy pesimista y crudo que sea, sea el rostro oculto de la realidad, pero sigo pensando en él como en el mejor filósofo que ha habido alguna vez en este mundo. Hegel, en general, me parece un palurdo irritante, y sin embargo lo leo admirado, como se tiene que leer a los genios. Marcuse tiene mucho que enseñarnos y mi admiración por su obra es gigantesca, aunque creo que muchas de sus teorías ya han sido superadas. Lo poco que entiendo de los textos de Fodor no me convence, y aún así su forma de desarrollar los problemas, echando mano de la más sólida argumentación y del mejor sentido del humor al mismo tiempo, me dejan boquiabierto. Pues bien: con Kierkegaard me pasa algo similar. Yo no puedo estar de acuerdo con la forma en que Kierkegaard resuelve muchos de los problemas filosóficos que plantea y desarrolla, ni parto de los mismos juicios previos, ni puedo abrazarme a ese naufragio que, creo yo, es el cristianismo. Pero me quedo con otro de sus tantos rostros: el humano, el que se duele y siente con una sensibilidad y una entereza únicos los problemas de la condición humana: la angustia, la muerte, el temor, la desesperación. Rostro que sigue exponiendo algunas intuiciones filosóficas que, de sobra está decirlo, hay que tener en cuenta el día de hoy, cuando tantos años se han puesto de por medio entre él, el hombre, y nosotros. Enterrar la historia de la filosofía es tan absurdo como pretender vivir encerrados en ella. Los problemas a los que hoy se enfrentan (y plantean y replantean) los filósofos todavía guardan el eco de los que las plumas de los pensadores del pasado desarrollaron en su tiempo, y ellos todavía tienen mucho que enseñarnos, por muy distinto que sea nuestro panorama al suyo. Al fin y al cabo, es desde este nuevo contexto (desde este nuevo "horizonte", diríamos con Gadamer) que reinterpretamos su obra, y eso justifica la vigencia de muchas de sus páginas e intuiciones. Así, los libros de Kierkegaard siguen conteniendo las mismas palabras que tenían cuando los leí en mi juventud, y sin embargo puedo redescubrirlo como un universo nuevo. Porque claro: soy yo, el lector, el que ha cambiado, el que ya no subraya los mismos pasajes que hubiera subrayado a mis quince. Sí, pues: Sören Kierkegaard sigue aquí, conmigo y entre nosotros. Por suerte.