Soy yo tomando una foto. Bueno, mi sombra. Yo estoy en un puente y mi sombra está en el agua. Los colores los proporciona la mierda que tiene el río que, al saturarlos un poco con el software, en seguida aparecen, pero yo no he añadido nada. Como ya he comentado varias veces no me gusta usar photoshop y, desde luego, si lo uso, lo digo, nada de trampas. El caso es que ahí está mi alter ego, mi otro yo, mi Mr. Hyde, mi retrato de Dorian Gray. Mi sombra sobre el río Manzanares.
Podría ser el título de un libro de memorias.
Más nos vale estar a bien con nuestra sombra. No digo que haya que ir por la vida dándole más importancia de la que tiene, pero sí hay que tenerla en cuenta y mimarla un poco porque representa el lado oscuro, lo contrario de lo que hacemos, la parte mala que habita en todos nosotros y que casi nunca dejamos salir. Esa parte se aloja, desde que nacemos, en nuestra sombra. Es ella quien se va cargando con toda la energía negativa que desplegamos, con todos los odios ocultos que profesamos, con todas las salvajadas que jamás haremos pero que más de una vez hemos pensado, con todos los insultos no dichos, y tropelías no cometidas. Con todo aquello que se aleja de nuestra escala de valores. Porque no hay que olvidar que lo que nos convierte en seres humanos no es el hecho de no matar sino el ser capaces de reprimir el instinto de matar. Pues bien, nuestra sombra acoge en su seno todos esos instintos que son los que conforman nuestra humanidad.
Porque tanta maldad reprimida debe ir a algún lugar, no puede campar a sus anchas como si nada y es precisamente nuestra sombra, la de cada uno, la que sirve de continente hermético y se va llenando poco a poco, día tras día, minuto a minuto. Por eso debemos llevarnos bien con ella no vaya a ser que, por lo que sea, un día la hagamos enfadar y se decida a abrirse o enferme por falta de cuidados y se termine pudriendo por algún lado que la debilite y la haga explotar.
Sería espantoso ver todas nuestras miserias juntas, todos nuestros asuntos sucios puestos sobre la mesa, nuestros desatinos y nuestras majaderías ahí, a la vista de cualquier inocente ciudadano del montón, como si un millón de mariposas negras salieran repentinamente de una urna de madera y cartón invadiendo el espacio, inundando nuestro campo visual y el de nuestros vecinos, arrastrando la porquería como si fuesen plumas de seda y nosotros, impotentes ante el desastre, solo pudiésemos sentarnos a mirar, a contemplar el espectáculo de la desintegración de nuestra sombra así, a cara de perro, sin anestesia ni cariños previos. Más de una lágrima se nos escaparía y entonces sí que lamentaríamos no habernos ocupado de nuestra sombra como ella se merece y no haberle dispensado los mínimos cuidados necesarios.
No. Eso no puede suceder, debemos tener una relación fluida, positiva y cariñosa con nuestra sombra. Evitando pisarla, comprobando que está estable y entera un par de veces al día, cuidando de que las otras sombras no choquen violentamente con la nuestra o tratando de que se sienta cómoda por las noches, que es cuando más sufren las sombras porque, cuando se va la luz, padecen una crisis de identidad y eso les hace sentir dudas acerca de su misión en este mundo loco. Y eso es cada día. A ver quién de nosotros resiste una crisis diaria de ese calibre y está dispuesto al día siguiente a volver a entrar en la pelea como si nada, sin psicólogos ni ayuda profesional de ningún tipo. Nadie. Y eso que, en pleno s. XXI nos creemos el cuento de que lo sabemos todo. Pues a manejar a nuestra sombra todavía no hemos aprendido del todo y es más importante de lo que todos creemos.
Aunque, bueno, también es posible que la sombra solo sea la “proyección oscura que un cuerpo lanza en el espacio en dirección opuesta a aquella por donde viene la luz”, pero entonces no habría podido escribir este post.
Dos mundos, dos realidades, dos verdades como puños.
Cada uno que se quede con la que prefiera.