Hay
Esta sociedad inhumana ha convertido nuestro corazón en un ser, generalmente extraño, que vive dentro de nosotros y que solo se manifiesta en los ratos en los que abrimos la puerta a nuestra segunda vida, a la de verdad. Mientras tanto es una máquina de empuje y fuerza. Una de sus funciones. Pero la buena, aquella para la que vive, no la vemos hasta que nos duele. Tenemos que sentarnos delante de nosotros mismos, desprovistos de todo interés, una tarde de otoño es un buen momento, una canción que nos guste acompaña bien, y dejarle protestar. Que suelte todo lo que va a cumulando. Que nos tire a la cara lo mezquinos que somos, unas veces en aras del bienestar, otras llevados por las costumbres sociales, otras sin ningún sentido. Que nos retuerza de pena al recordar las faltas, las ausencias, los desprecios. Que sea nuestra conciencia, que lo es, y que grite con dolor hasta hacernos recapacitar. Recapacitar y darnos cuenta que vale más una emoción que un billete, que una sonrisa tiene más fuerza que un puñetazo, que una llamada es más importante que mil intenciones. Que queremos, que sentimos, que reímos, que lloramos, y que somos. Por encima de todo somos.
Una tarde de otoño me hace pensar que hace muchas tardes que no pienso, que corro, que vivo en la primera vida, y que aunque procurando parar en algunas islas, mi barco va muy deprisa. Dejo muchas cosas atrás. Y no me gusta.
Mi amiga Pecas, una gata, viene a ponerse entre mi portátil y yo, y me da con su cabeza en mi bigote. Insiste, por que yo estoy trabajando y no quiero que me distraiga. y ella me dice: “venga tonto que esto relaja” Y empiezo a hacerle fiestas mientras ella comienza con un ronroneo que me evade. Creo que ella está en la onda de mi corazón, y me saca de una vida feroz para llevarme a la otra. Donde una caricia, con ruido, apaga el volcán.
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