Hacia finales de los setenta, a los quince años, me gasté hasta el último centavo que entonces tenía en el banco para volar en un reactor 747 al otro extremo del continente, hasta Brando, Manitoba, en lo más profundo de las praderas canadienses, para presenciar un eclipse total de sol. Debía de tener un aspecto curioso a mi joven edad, delgado como un fideo y prácticamente albino, al registrarme tranquilamente en un motel TraveLodge para pasar la noche solo, mirando encantado lo que ofrecían las cadenas de televisión en la pantalla llena de nieve, y bebiendo agua en los vasos del cuarto de baño, que habían lavado y vuelto a envolver en fundas de papel tantas veces que parecía como si los hubieran lijado. Pero la noche pasó enseguida y llegó la mañana del eclipse. Evité los autocares turísticos y cogí un autobús de línea que me llevó hasta las afueras de la ciudad. Allí me adentré caminando por una polvorienta carretera secundaria y llegué a un sembrado, donde crecía un cereal del color del maíz que me llegaba a la altura del pecho y que crujía cuando yo avanzaba, mientras sus hojas me producían pequeñas escoceduras en la piel. Y en ese sembrado, a la hora, el minuto y el segundo previstos, se hizo la oscuridad. Me tumbé en el suelo, rodeado por los altos tallos y el suave sonido de los insectos, y contuve la respiración, experimentando una sensación de la que nunca he sido capaz de librarme por completo, una sensación de oscuridad, inevitabilidad y fascinación, una sensación que seguramente habrá tenido la mayoría de los jóvenes desde el comienzo de los tiempos, cuando al estirar el cuello y mirar al cielo vieron que su cielo se desvanecía.
Douglas Coupland en Generación X (1993).
Traducción de