El dragón se desvanece en el crepúsculo. Al llegar la noche se recoge en las profundidades. Desde la superficie se cuela el murmullo de las olas que le llaman, la claridad de la luna le reclama. El dragón abandona su lecho. La marea esboza un sendero hacia la playa, una estela de espuma de nácar y escamas de plata.
El dragón yace sobre la arena, sus placas cubiertas de luz helada. Envuelto en oscuridad y frío, sueña con el resplandor del sol. Buscará el calor perdido en el interior de las rocas. La criatura, nacida de la luz y el fuego, dormirá en la eternidad de las sombras sin despertar jamás.