A principios de 1945, el resultado de la guerra en Europa estaba ya decidido. Los Aliados presionaban a oeste y a este penetrando cada vez más en Alemania, mientras la Wehrmacht no hacía más que retroceder en todos los frentes, aunque Hitler todavía seguía apelando a una resistencia fanática. Algunos confiaban todavía ciegamente en la promesa de las armas secretas, pero la mayoría de los alemanes veía clara la derrota próxima, aunque no podían expresar tales pensamientos en público, a riesgo de perder la vida. Pero los males de Alemania no se limitaban al frente de batalla. Desde hace años, la población civil estaba sometida a tremendos bombardeos capaces de matar a miles de personas y destruir ciudades enteras en una sola noche. Urbes como Hamburgo o Colonia ya habían sido sometidas a esa prueba. Si bien en un primer momento, se intentaba que los bombardeos se orientaran a aniquilar la industria y las comunicaciones de Alemania, para la época que nos ocupa, los ejércitos habían perdido buena parte de sus escrúpulos morales y bombardear directamente a la población civil no se consideraba un crimen de guerra, sino un mal necesario, orientado a desmoralizar al enemigo, obligarlo a destinar recursos a la defensa de sus ciudades y, por consiguiente, acortar los plazos del conflicto.Aunque ya había sido sometida a un par de bombardeos de baja intensidad, los habitantes de Dresde confiaban en que su ciudad sería preservada, ya que era una joya artística con, creían, poco valor militar. Dresde era una urbe refinada comparable con Florencia, llena de iglesias, museos e instituciones culturales. Su arquitectura se armonizaba perfectamente con el espléndido paisaje que la rodeaba y ni siquiera la llegada de los nazis al poder había hecho demasiada mella en su esplendorosa vida cultural, si bien para los judíos de la ciudad, de los cuales solo quedaban ya a comienzos de 1945 unos pocos centenares, la cosa había sido muy distinta. El muñón urbano que constituían los restos de la emblemática sinagoga, que había sido destruida unos años antes, recordaba a los paseantes quien era el amo de la ciudad. Para la lógica de los Aliados Dresde sí que se había convertido en un objetivo legítimo desde el punto de vista estratégico. La ciudad era un nudo de comunicaciones vital para el Este de Alemania y en aquella época estaba llena de refugiados y soldados heridos del frente ruso. Además, se estimaba que su industria de precisión era vital para el esfuerzo de guerra alemán, sobre todo a la hora de dotar de nuevas armas a aviones y submarinos. Además, el objetivo no era tanto matar a civiles como crear una ola de pánico incontenible, una especie de rebelión ciudadana que obligara a los dirigentes nazis a pedir la paz.El bombardeo de Dresde ha quedado como símbolo de la barbarie no tanto por su intensidad (serían comparables o incluso peores los sufridos por ciudades como Hamburgo o Tokio), sino por la posibilidad de aniquilar la belleza construida durante muchos siglos en solo unas horas. Para los habitantes de Dresde, la noche fue un auténtico infierno. Los refugios en los que se resguardaron se convirtieron en trampas, debido al calor asfixiante que empezó a hacer en la calle por la acumulación de bombas incendiarias. Al final el calor intenso se convirtió en una tormenta de fuego de una altura de kilómetro y medio que arrasó con todo a su paso. En pocos minutos el centro de la ciudad se transformó en una inmensa extensión de ruinas irreconocible, sembrada de cadáveres quemados y desmembrados. En lugares como la estación de ferrocarril se vivieron escenas propias del infierno de Dante:"Las escaleras que bajaban a la terminal y los túneles ya estaban atestadas; cuando, entre detonaciones demoledoras, el huracán de vidrio sobrecalentado del techo se combinó con las llamaradas abrasadoras de los andenes y los rellanos, el pánico creó una estampida desde ahí que se transmitió hasta aplastar a los de abajo. Las personas que estaban al pie de la escalera sufrieron el peso asfixiante y letal de docenas de cuerpos, mientras que las de arriba acabaron quemadas, desfiguradas y despedazadas por la metralla. Los gritos eran inútiles, o los testigos no los recordaban."Para los que sobrevivieron al primer ataque, moverse por la ciudad era una tarea extremadamente difícil: calles enteras estaban en llamas, cascotes y cenizas ardientes hostigaban a los caminantes y el asfalto se derretía a su paso. La segunda oleada de bombardeos acabó de rematar lo poco que quedaba en pie y la tercera, ya por la mañana, acabó por exaltar los ánimos de los dredenses ante tamaño ensañamiento sobre su ciudad. ¿Cómo era posible tamaña crueldad sobre la población civil? McKay se detiene también a analizar la psicología de los jóvenes pilotos que ejecutaron la masacre. Era gente que se jugaba la vida todos los días, sabiendo que sus posibilidades de sobrevivir a la guerra eran escasas. Las incursiones en territorio enemigo eran terroríficas. Al continuo fuego antiáreo se sumaban los ataques de los cazas alemanes. Las misiones se planificaban con una precisión minuciosa, pero los pilotos sabían que eran muchos los factores que podían salir mal. En cualquier caso, si obviamos la enorme distancia que tuvieron que recorrer los bombarderos para llegar a su objetivo, la misión de Dresde resultó ser inusualmente fácil, puesto que ingleses y americanos apenas encontraron resistencia y pudieron machacar a placer el caldero hirviente visible a muchos kilómetros en el que se convirtió la capital sajona.En realidad la mayoría de los pilotos sabían que Dresde era una maravilla arquitectónica, pero a esas alturas de la guerra, cuando ya habían sido destruídas ciudades históricas como Coventry o Rotterdam, los escrúpulos morales habían dejado paso a la necesidad de hacer lo que fuera preciso para ganar la guerra cuanto antes. Para Arthur Harris, comandante en jefe de la RAF y para algunos un criminal de guerra, la presión de bombardeos cada vez más devastadores sobre la población civil debilitarían al enemigo hasta el punto de obligarlo a pedir la paz, algo que al final no sucedió: hubo que conquistar el entero territorio alemán, Berlín incluida, para que Hitler se acabara suicidando. A pesar de la conmoción que produjo el ataque, la reacción alemana fue razonablemente eficaz dadas las circunstancias. Se utilizó a prisioneros de guerra (incluyendo al después famoso novelista Kurt Vonnegut), para retirar cadáveres y quemarlos en inmensas piras en el centro de la ciudad, así como para empezar a desescombrar las calles. Además, se consiguió restablecer el tráfico ferroviario en las inmediaciones para garantizar suministros y reubicar a refugiados. Sinclair McKay dedica los últimos capítulos a la recuperación de Dresde después del bombardeo y al debate moral que suscitó el mismo. Bajo el comunismo, la ciudad fue recuperándose poco a poco de sus heridas e incluso restaurando algunos de sus monumentos más emblemáticos, aunque no fue hasta 2005, ya bajo una Alemania reunificada cuando se culminó la asombrosa reconstrucción de la Frauenkirche, la iglesia más emblemática de Dresde. Aunque su perfil nunca volverá a ser el mismo, Dresde ha logrado volver a ser un centro cultural de primer orden, un reflejo de su esplendoroso pasado. Dresde 1945, fuego y oscuridad es una crónica magistral de su momento más oscuro, un libro excelentemente bien escrito que es capaz, con estilo a la vez literario, periodístico e historiográfico, de hacer vivir al lector las sensaciones de los protagonistas de uno de los capítulos más luctuosos de la historia.