Precisamente fue Carruthers quien comunicó a Flambeau que aún no había novedad sobre el Capitán Gallagher. A eso de las nueve de la noche llegó la ambulancia y el coche del juzgado que iban a llevarse los restos mortales del Magistrado Sir Wilfred Woolcott. Flambeau les indicó la dirección de los jardines, donde estaban ya dos médicos: el Dr. Tanner y el médico rural del pueblecito más cercano, que apenas ha hecho aparición en esta historia pero que, en honor a la verdad, diremos que se llamaba William Beck y que era un competente médico de la localidad vecina.
Ambos, Tanner y Beck, certificaron la muerte de Sir Wilfred, recibieron a los enfermeros y auxiliaron al Juez de guardia que iba a levantar el cadáver. Antes de marcharse, el Dr. Tanner asomó la cabeza por la puerta de la sala donde vociferaba el Inspector Chase y dijo:
-Inspector, vamos a traslador los restos mortales de Sir Wilfred a la Morgue. Estaré allí si me necesita. Esta noche le daré por teléfono un informe preliminar...
El sargento Carruthers se unió al Dr. Tanner y casi se empujaron el uno al otro ante la puerta, dando lugar a un cómico dúo, los dos en busca de la atención de Grandison Chase, su superior:
-¡...Inspector Chase -gritó Carruthers, presa del nerviosismo-, en las armas sólo están las huellas de Sir Wilfred y de Parks, y en
El Inspector dio las gracias a sus dos colaboradores. Despidió a Tanner, el cual se marchó con la ambulancia, el Juez y el otro médico, el cual dejó en la casa algunos calmantes para las señoras, tan afectadas por la tragedia. Al poco, una sirena de sonido fúnebre y chillón proclamó por todo el contorno que el célebre “León de la Magistratura”, Sir Wilfred Woolcott, realizaba su postrer viaje, camino de la Morgue. En cambio, Grandison Chase pidió al sargento Carruthers que volviera a vigilar a los invitados y que, cuando viera todo despejado, tratase de ir al árbol que les había enseñado el Padre Brown antes y procurara extraer de él la bala disparada por la otra arma, poniendo mucho cuidado en no dañarla o deteriorarla.
El Dr. Tanner realizó esa misma noche la autopsia, la cual determinó que el disparo del arma de Parks le había entrado en el pecho, muy cerca del corazón, dejándole al herido tan sólo unos minutos de vida, los justos para que pudiera susurrar sus últimas palabras sobre aquel papel extraño y aquella aún más extraña palabra de “enemiss”.
En efecto, a las once de aquella noche, Tanner comunicó por teléfono al Inspector Grandison Chase su informe preliminar pero aún debieron esperar al día siguiente para tener los resultados de las vísceras del pobre jurista. Parece ser, y eso no llegó a publicarlo la prensa, que en ellas, además de la comida y el alcohol, no se encontró droga alguna que pudiera haber usado alguien para hacer que Sir Wilfred estuviera más torpe o fuera más lento al efectuar su tiro en el duelo, disparo que no se produjo.
Pero antes de que ocurriera todo eso, Flambeau condujo al sargento y al Juez Óliver Thorpe ante la presencia del Inspector y del sacerdote. Estos dos discutían a cuenta del interrogatorio a Parks. Chase insistía en sus dudas acerca del Fiscal, mientras Brown le defendía:
-¿Lo ha oído usted? ¡En las balas sólo se han encontrado las huellas de Parks! Es nuestro hombre, sin duda. Y usted casi no me ha dejado interrogarle... ¿Acaso le está usted protegiendo?
-...Aunque fuera por mi culpa que usted no pudiese terminar de interrogar al Fiscal -decía Brown, en tono suave y discreto- eso no le da derecho a decir que estoy protegiendo al principal sospechoso del crimen. No niego que sea sospechoso pero él no lo hizo...
-Usted me pidió permiso para que el Fiscal fuera a descansar y yo se lo di, pero se me quedaron muchas preguntas en el tintero. Por ejemplo, ¿qué hizo Parks entre la sobremesa y el comienzo del duelo, dónde estuvo, tiene coartada o no? -vociferó el Inspector Chase, más enfadado que nunca.
-Le repito que el propio Parks le enseñó a Sir Wilfred y a todos nosotros esas dos balas de fogueo. Eran como dos cartuchos normales pero, según creo, no llevan bala, es decir, estaban vacíos... O eso creímos todos.
-¡Dice usted bien! -bramó Chase- ¡Eso creyeron todos, eso fue lo que Parks quería que creyeran todos!
El Padre Brown continuó con sus razonamientos:
-Las huellas en los cartuchos supuestamente de fogueo confirman que Parks colocó las balas en las Mauser C-96 y, en ese sentido, nadie puede negar que es el máximo sospechoso, pero aquí ha habido alguien muy astuto, alguien sibilino que ha movido los hilos entre bastidores para que nadie advirtiera su presencia. En fin, amigo Chase, no se inquiete: luego tendrá ocasión de preguntarle a Parks dónde estuvo en el lapso de tiempo que medió entre la sobremesa, cuando Sir Wilfred nos mostró las armas semiautomáticas y hubo varias discusiones, y el momento en que llegaron de nuevo al salón de juegos para cargarlas. Por cierto que, respecto a lo que hizo el Fiscal entre una cosa y otra, ya le he dicho antes, querido Inspector, que me parece haber visto a Parks y a Woolcott dando un paseo por los jardines. ¿Eso le valdría como coartada o no?
-¡No me vale, amigo Brown! Parks pudo cambiarlas antes, no lo olvide... O poner otros cartuchos distintos a los que había enseñado, ¿no cree? Y los cartuchos no debían estar vacíos, aunque fueran de fogueo. Llevaría una munición simulada. Tendrían dentro el fulminante y la bala, en sí. Pero ese es un extremo que nos confirmará la Sección de Balística. De momento, habrá que entender que eran dos balas, con sus cartuchos normales y para mí Parks debió cambiar los de fogueo que les había mostrado a ustedes antes por otras balas auténticas, muy semejantes, por no decir idénticas, a las primeras. Ahí estuvo su genialidad, así que ahora que no se haga pasar por inocente, ni usted le crea en su falsedad y simulación, mi querido y cándido Padre Brown.
En ese momento, Flambeau, Carruthers, de nuevo, y el Juez Thorpe se vieron en la penosa obligación de interrumpir aquellas disquisiciones, pues se hacía tarde y Carter no dejaba de aparecer por el salón y, de cuando en cuando, asomaba la cabeza por la puerta para recordar a los caballeros que la cena estaría lista en cualquier instante, pero que le avisaran, por favor, que debía preparar la mesa, etc.
-¿Otra vez usted, Carruthers? Por fin me libro de este persistente clérigo -y eso lo dijo el Inspector en tono humorístico y para nada desdeñoso.
-Bien, Carruthers. -interrumpió Chase, fumando otro cigarrillo. -Vuelva a su puesto y no deje que nadie salga de la casa sin mi permiso, ¿entendido?
Carruthers asintió obedientemente y desapareció por donde habían entrado. Flambeau ofreció al anciano Juez una silla frente a la mesa del Inspector y comenzó al interrogatorio, del cual sólo recogeremos aquí lo más relevante para el caso, dado que el pobre y viejo Juez casi no se enteró de la mitad de lo que le preguntaban, tal sordera sufría...
-Juez Thorpe, usted era el padrino de Parks, ¿no? ¿Cuándo le ofreció serlo?
-¿Parks? No, hace un buen rato que no le he visto... -la voz del Juez sonaba como salida de una sima. Una voz rasposa y aflautada, aunque conservaba cierto aire de autoridad. El Inspector volvió a repetirle la pregunta. A la tercera, el Juez le entendió:
-¡Ah, sí! Pues hará unos diez o quince días que el Fiscal Parks me propuso para ser su padrino en el duelo. Accedí encantado, aunque vista la desgracia me temo que hubiera estado mejor pescando en mi casita de Bristol.
-¿Vio algo sospechoso durante el duelo? -inquirió el Inspector, pensando para sus adentros que no podía preguntarle si oyó algo sospechoso porque apenas si podía oír lo que le estaban diciendo.
-No vi nada. Bueno, me fijé en la forma de caer de Sir Wilfred y en que al tiempo alguien se movió en el lugar donde estaban
-¡Carter se precipita, aunque todo parece apuntar en esa dirección! Y no se preocupe por Gallagher, señor Juez. Lo detendremos nosotros, si es que tiene algo que ver con este asunto -bramó Chase. -Usted estuvo en el salón de juegos cuando Sir Wilfred enseñó las armas, y Parks mostró a todos las balas de fogueo. Me dicen que luego, cuando abandonaron el salón, usted se quedó allí dormido hasta que más tarde, antes de celebrarse el duelo, fueron Woolcott y Parks a recoger las armas, cargarlas y demás. Entre un hecho y otro, ¿estuvo usted todo el tiempo durmiendo o despertó y vio algo sospechoso? En suma, ¿vio si alguien manipulaba las armas o las balas?
El Juez puso esa cara idiotizada del que no comprende nada de lo que le dicen, acercó su oído a la mesa del Inspector y dijo, carraspeando:
-¿Podría repetirme la pregunta? No le he entendido nada...
Flambeau no dejaba de sonreír y hasta de reír en todo lo que duró aquella escena de la declaración del Juez. El Padre Brown se levantó de nuevo, se acercó al Juez y le repitió al oído la misma pregunta que Grandison Chase le había hecho antes. El Juez lo comprendió esta vez. Se acarició el mentón, cerró los ojos, chasqueó la lengua y en con su aflautada vocecilla dijo:
-¡Ah, oh, sí, es cierto...! Me quedé dormido, sí... ¡Peste de alcohol, eh! Ya no aguanta uno lo mismo que cuando joven... Eh, pues no, señor Inspector, no vi nada. Disfruté de un plácido sueño, del que desperté cuando llegaron mis dos colegas del foro. Si hubiera estado despierto, ahora sabría quién es el responsable del crimen, ¿verdad?
-Probablemente -arguyó el Inspector, a quien se le llevaban los demonios, del enfado que tenía. -O puede que fuera usted quien se hiciera el dormido. Sí, puede que usted, que conocía de antemano los detalles del reto, llevara dos balas idénticas a las que Parks había mostrado. En ausencia de todos, las cambió, volvió a fingirse dormido y...
Thorpe no comprendía nada de lo que Grandison Chase había dicho y eso tal vez le salvara de ser amonestado por ofender la autoridad de un Juez tan notable como él, aunque fuera entonces tan notablemente sordo y dado a los licores y la somnolencia. El Padre Brown, contrariado por la manía de Chase de ver sospechosos por todas partes, le reconvino así:
-Aunque Parks tuviera motivos para asesinar a Woolcott, no creo que el Juez tenga el más leve asomo de móvil en este caso. Es una desgracia que no nos sirva como testigo, Inspector, pero ¿por qué acharcarle que él manipulara las armas? Fue una broma suya, ¿verdad?
El Inspector enarcó las cejas, dándose por vencido. El Juez, era evidente, no tenía móvil conocido que le hubiera empujado a llevar a cabo un plan tan siniestro como aquel. Chase se lamentó de que un hombre como Thorpe no les sirviera de testigo ocular, maldijo su mala suerte y la fortuna del autor del crimen, al que todo parecía sonreírle, al menos de momento.
Salió el honorable Juez Thorpe trastabillándose contra las sillas y muebles del salón. Flambeau sonreía como un colegial que acaba de asistir a una obra de teatro y nunca olvidó que aquel fue el interrogatorio más divertido que había visto en su vida. Un poco más tarde, volvió a asomarse por allí Carter, el mayordomo, diciendo que algunos invitados iban a tomar un leve refrigerio e invitando al Inspector y sus acompañantes al mismo. Grandison Chase accedió a interrumpir momentáneamente la sesión de declaraciones y acompañó al mayordomo, mientras era seguido por el pequeño curita inglés y el corpulento detective francés.
-Señor Redvill, es usted anticuario, ¿verdad?Redvill asintió, sin dejar de bizquear mientras emitía un leve gruñido.
-Me informan de que era usted amigo de los señores Woolcott y Parks, que les vendía colecciones de arte, de armas y demás antiguallas. Dicen que fue usted quien suministró al Magistrado las dos Mauser con que se efectuó la absurda competición de esta tarde. ¿Todo eso es cierto?
-¡Muy cierto, sr. Chase! -subrayó aquel hombre extraño, con piel tan rugosa como la de una tortuga. -Lamento haber sido quien le vendiera a Woolcott las Mauser C-96 pero espero que eso no sea un crimen en sí mismo. Hace más de treinta años que me dedico al negocio de las “antiguallas”, como dice usted, con tanta sorna. Y hace veinte o más que conocía al sr. Woolcott y al sr. Parks, aunque cuando trabé amistad con ellos ni uno era Magistrado ni el otro Fiscal. También, como ellos, soy amante de las antigüedades, de las colecciones de objetos vetustos y valiosos, hechos a la vieja usanza. Fui yo quien le vendió al pobre Woolcott esas dos armas infernales, sí, pero yo mismo no sabría usarlas. Por si no lo sabe, sufro de problemas de visión y no pude cumplir con mi patria: no realicé el servicio militar. En suma, nunca he disparado un arma y, pese a que guardo en mi tienda muchas de ellas, sería incapaz de utilizarlas. Ni siquiera conozco sus partes ni sé cómo se montan. Sólo las colecciono, las admiro y me deleito con ellas, nada más.
El Inspector, el cual iba apuntando en una libreta todas las declaraciones de cada uno de los invitados, anotó los datos que Redvill, el anticuario, había compartido con ellos. El curita puso cara de contrariedad, tal vez porque, como luego él mismo me confesó, las declaraciones del Juez, del anticuario y de otros, que en apariencia les iban exculpando como responsables del crimen, irremisiblemente iban acercando al Fiscal Parks, poco a poco, al nudo de la horca.
Flambeau notó aquella cara de preocupación en su amigo y, como días más tarde me refirió también, pensó en aquel momento si su amigo el curita no se habría obstinado demasiado en la defensa del Fiscal Parks, cegado en su inocencia y tal vez empeñado en demostrarla, contra toda evidencia. Pues a ojos del Inspector y de Flambeau, en aquel momento consideraban a Parks como el presunto autor del crimen.
Muchos indicios apuntaban a ello (las huellas habían sido el último dardo en la diana) y, aunque luego hubieron de modificar sus opiniones, tanto al Inspector como a él se les fue formando en sus mentes la imagen de un Fiscal astuto y perverso, un ser capaz de mentir y de preparar aquella farsa con tal de cumplir su pérfida venganza. Luego continuarían el interrogatorio a Redvill, que seguía bizqueando. A Flambeau le dejó muy impresionado la cara de abatimiento del Padre Brown ante aquel montón de pistas e indicios que se iban acumulando contra Parks y se clavaban en su cerebro como los clavos que cierran la madera de un ataúd.
[CONTINUARÁ...]