La conocida como “guerra contra las drogas” fue lanzada por Rodrigo Duterte nada más alcanzar la presidencia de Filipinas en junio de 2016. No se trataba de una política nueva: el discurso que promueve los ajusticiamientos entre los propios ciudadanos ya se había convertido en norma durante los veintidós años en los que fue alcalde de la ciudad sureña de Davao, y Duterte alcanzó la presidencia prometiendo que aplicaría el mismo método política a nivel nacional. Pero lo que inicialmente se concibió como una campaña de tan solo seis meses se ha convertido en una contienda de casi cuatro años que está dejando tras de sí decenas de miles de muertos y empujando a sus familias aún más a la pobreza.
La campaña viene motivada por el alarmante consumo de metanfetamina en Filipinas, donde se la conoce como shabu. No se conoce la cifra exacta de consumidores, y los números varían desde los 1.800.000, según la Junta de Drogas Peligrosas —un 2,3% de la población—, a entre cuatro y ocho millones según el propio Duterte. El presidente, por cierto, despidió al director de la Junta en 2017 por contradecir sus estimaciones. Lo que es seguro es que para 2017 1.180.000 consumidores se habían rendido voluntariamente a las fuerzas del orden ante el temor a perder la vida por estar en las listas policiales de consumidores o traficantes. Estas listas, de las que no hay manera de desaparecer, son el pilar de la guerra de Duterte. Excepto por víctimas colaterales o errores de identificación, el grueso de los fallecidos aparecían en ellas y en su mayoría eran residentes de las barriadas urbanas más pobres.
A diferencia de otros países, como México o Colombia, el tráfico local de droga no es llevado a cabo por grandes bandas criminales, sino que consiste en una actividad de menudeo como fuente de ingresos secundaria para pequeños vendedores. Aunque se han establecido laboratorios clandestinos en el país, la mayor parte del suministro procede del extranjero, organizado por grupos chinos y sinofilipinos que dominan el comercio de la droga ilegal.
Para ampliar: “El narcotráfico en México: historia de un fracaso político”, María Fernández Sánchez en El Orden Mundial, 2017
La poca transparencia del Gobierno no permite conocer con exactitud el número de víctimas de esta cruzada. Según la Policía Nacional Filipina, entre julio de 2016 y mayo de 2019 se produjeron 6.600 muertes de personas vinculadas a las drogas en operaciones policiales. Sin embargo, esta cifra no incluye a los miles de asesinados por personas no identificadas, que la policía elevaba a casi 23.000 bajo la nebulosa calificación de “muertes bajo investigación”. Detrás de esta elevada cifra se encuentran los asesinatos extrajudiciales llevados a cabo por grupos justicieros alentados por el discurso del presidente, por los mismos policías o por asesinos a sueldo. Los agentes policiales involucrados cuentan con la protección del Gobierno; apenas llegan homicidios a los tribunales, buena parte no se investigan y la inmensa mayoría quedan sin resolver.
Ante estas alarmantes cifras, la Corte Penal Internacional lanzó en febrero de 2018 una investigación preliminar con el fin de esclarecer si los crímenes que estaban teniendo lugar en Filipinas entraban en su jurisdicción, lo que podría desembocar en un juicio por crímenes contra la humanidad, de guerra o de genocidio contra los responsables. Tan solo un mes después, Duterte anunció la salida de Filipinas de la Corte, retirada que se hizo efectiva en marzo de 2019. Esta es tan solo una de las numerosas muestras de la resistencia de Duterte frente a los intentos de las instituciones internacionales de monitorear la situación de Filipinas.
Para ampliar: “¿Impunidad para los crímenes internacionales?”, Pol Vila en El Orden Mundial, 2018
Corrupción policial
El blanco principal de esta violencia no son los señores de la droga o los grandes proveedores, sino los consumidores y pequeños traficantes, habitantes de los barrios pobres de las grandes urbes y varones, principalmente. Los oficiales de policía reciben incentivos económicos tanto para matar en vez de detener como por cumplir metas sobre un número establecido de muertes. Son estas las razones por las que la guerra contra las drogas ha recibido el sobrenombre de “guerra contra los pobres”, una campaña contra los miembros más marginales de la sociedad, aquellos sin voz y con menor acceso a la justicia.
Con todo, las consecuencias para la población van más allá de los homicidios. Al dejar miles de menores huérfanos de uno o dos padres —y especialmente del padre, sostén económico de la familia—, esta campaña está condenando a miles de niños y familias monoparentales a una pobreza aún mayor. A menudo, los niños se ven obligados a abandonar la escuela y buscar trabajo, chocando de frente con programas contra la pobreza que ha puesto en marcha el Gobierno. A ello se añade el coste de los servicios funerarios, que muchas familias no pueden permitirse.
Las sospechas que recaen sobre la Policía Nacional Filipina, un cuerpo con un largo historial de corrupción, van más allá de su involucración en los asesinatos extrajudiciales. La inmensa mayoría de los filipinos cree que los agentes venden las drogas ilegales que incautan, y se sospecha que la policía también está vinculada a una guerra entre bandas de narcotraficantes que se está dando en paralelo a la campaña de Duterte. Hasta el momento la policía tan sólo ha incautado un 1% de la metanfetamina que circula por el país, una cifra ridículamente baja que esconde la práctica policial de apropiarse parte de la droga. Además, el precio de la metanfetamina ha disminuido considerablemente desde 2016, lo que indica que la oferta sigue superando significativamente la demanda. Las bandas criminales, que no están en el punto de mira de las políticas de Duterte, compiten por hacerse con el cada vez más reducido mercado de la droga, y las más aventajadas son precisamente las que cuentan con policías entre sus miembros o como protectores.
Para ampliar: They Just Kill, Human Rights Watch, 2018
La política de la guerra contra la droga
La guerra contra las drogas también se ha convertido en una baza política para Duterte. Nada más llegar a la presidencia hizo pública una lista de 150 figuras públicas —que incluía jueces, alcaldes y oficiales de policía— vinculadas, según el presidente, al tráfico de drogas. Aunque no llegó a dar pruebas de sus acusaciones, justicieros y policías se encargaron de acabar con la vida de muchos de los nombrados. Duterte publicó otra lista de 46 supuestos narcopolíticos tan solo dos meses antes de las elecciones municipales y legislativas de mayo de 2019, una lista repleta de candidatos a dichas elecciones. Como resultado de este uso político de la campaña antidroga, el grueso de las víctimas, además de los pobres, lo componen trabajadores públicos, políticos, alcaldes, jueces y otros oficiales que supuestamente estaban vinculados al comercio de drogas ilegales.
A pesar de lo controvertido de la campaña, sin duda esta cuenta con el apoyo de muchos filipinos, que se sienten atraídos por el carácter populista y agresivo de Duterte. A diferencia de sus predecesores, cuyos altos índices de popularidad iniciales se desplomaban a mitad de mandato, la imagen de Duterte parece blindada: su índice de aprobación superaba el 80% a finales de 2019. Aunque la popularidad del presidente se debe a varias razones —incluyendo su enérgica lucha contra el terrorismo o su postura en contra de las dinastías políticas tradicionales—, sin duda la guerra contra las drogas es un pilar fundamental de su éxito. Las elecciones de 2019 confirmaron esa popularidad otorgándole una mayoría absoluta en las dos cámaras del Parlamento. Tras esta rotunda victoria se ha reabierto el debate para reinstaurar la pena de muerte y reducir la edad mínima de responsabilidad criminal de los quince a los doce años, en línea con la política de mano dura de Duterte.
Sin embargo, la campaña no está libre de detractores. Casi un cuarto de la población opina que ha habido muchos abusos de los derechos humanos. Una parte de la Iglesia católica también se ha posicionado abiertamente contra la guerra, convirtiéndose así en la oposición más visible. La Iglesia es un actor muy importante en Filipinas y Duterte ha arremetido contra ella en numerosas ocasiones; en los próximos años, a medida que se acerque el final del mandato de Duterte, este pulso podría dejar a la Iglesia reforzada como institución, o debilitarla seriamente. Por su parte, el principal partido de la oposición, el Partido Liberal, cuenta con algunos detractores muy vocales, como la vicepresidenta Leni Robredo o la senadora Leila de Lima, en prisión desde 2017 por supuesto tráfico de droga. No obstante, este partido ha perdido toda su capacidad de liderazgo y tras las elecciones de 2019 apenas cuenta con representación en el Parlamento.
Para ampliar: “La era del hombre fuerte en política”, Alex Maroño en El Orden Mundial, 2019
Más sombras que luces
Pese al respaldo popular, Duterte no está logrando sus objetivos. La delincuencia ha disminuido, pero faltan programas de rehabilitación y medidas para desmantelar las cadenas de suministro de drogas. Con más de un millón de drogadictos entregados a las autoridades, en 2018 Filipinas contaba tan solo con 54 centros de rehabilitación que admitieron la minúscula cifra de 5,447 individuos, lo que incluso supone un descenso respecto a 2016. Por otro lado, el sistema de justicia está sobrecargado, y decenas de miles de sospechosos aguardan en las cárceles filipinas, que están ocupadas al 460% y son las más saturadas del mundo. Esta encarcelación masiva corre el riesgo de convertir las cárceles en centros de reclutamiento del crimen organizado.
Pero, por encima de todo, la eliminación de los agentes menores de la cadena, los pequeños comerciantes, abre la puerta a que las bandas mejor organizadas se hagan con el mercado de estupefacientes en Filipinas. En la campaña antidroga de Duterte resistirán quienes empleen los medios más violentos para defenderse de justicieros y el Estado, o los que sean capaces de ponerse bajo la protección de policías y políticos corruptos.
La política de Duterte no funcionará mientras no incluya rehabilitación, desmantelamiento efectivo de las redes de tráfico y apoyo económico para evitar que los más pobres caigan en el menudeo o el consumo. Uno de cada cinco filipinos es pobre, una de los ratios más altas de la región. Sin embargo, romper el círculo de pobreza, criminalidad y droga no parece estar en los planes del presidente. Tres años y medio después de desatar la guerra contra las drogas sus resultados no solo son dudosos, sino que es evidente que ha supuesto una catástrofe para los derechos humanos y un incentivo para la corrupción. Y lo peor puede estar por venir: aunque no ha especificado cómo, Duterte ya ha advertido que la segunda mitad de su mandato, que acabará en 2022 sin posibilidad de reelección, será el más peligroso para las personas involucradas en las droga.
Para ampliar: “Rodrigo Duterte: la violencia como medio”, Fernando Rey en El Orden Mundial, 2017
Duterte y su guerra contra las drogas en Filipinas fue publicado en El Orden Mundial - EOM.