Los mequetrefes que estos días han vuelto a las andadas vomitando tópicos acerca de Dylan, cayendo en el patetismo de atribuir al cantante la misma responsabilidad de siempre, liderar la cacareada generación protestona, tendrían que sufrir la condena de escuchar este disco doce veces, doce. Material sensible, canciones dispares capaces de adoptar lenguajes impares, poesía en movimiento, juegos florales del olvido, clásicos populares que cobran otras vidas, sin perder la esencia. Los países bajos de Dylan, otra vuelta de tuerca, desarreglando las cosas pa que vuelvan a su sitio, ninguno en especial. Todos a ninguna.
Nunca mejor dicho, porque la gira interminable pasa estos días por Australia, Dylan siempre se encontró en las antípodas de sí mismo, y su inmenso legado retrata a quienes pretenden justificarlo, analizarlo, azotarlo con su viento idiota. Holanda ya se ve. Este disco no es suyo. Como si lo fuera.