Sin embargo, yo nunca fui un seguidor fiel ni entusiasta de Bob Dylan, tal vez porque la música folk, el blues o el rock monótono que interpretaba no acababan de convencerme y porque no me enteraba de lo que decía al no saber inglés. Yo pertenecía a esa masa amorfa de fans que se sentía hechizada por piezas sueltas, como las populares Blowin´in the wind, Like rolling stone, Knockin´on Heaven´s doory, naturalmente, Hurricane. Reconozco, por tanto, mi pedestre cultura musical, lo que no me impide apreciar a los grandes genios de la música amplificada, como es Dylan, un mito que ha editado 38 discos a lo largo de su carrera y ahí sigue dando guerra con una edad en la que otros ya hubieran tirado el micrófono.
Pero me pasa con Robert Allen Zimmeman, verdadero nombre de Dylan, como con Juan Manuel Serrat, por ejemplo, y tantos otros: son artistas que me causan una gran admiración y a los que prácticamente idolatro porque forman parte de mi bagaje musical y sentimental. Pero deploro que se resistan a jubilarse e insistan en subirse a un escenario cuando ya sus facultades están mermadas y la genialidad consumida. Volverlos a escuchar en directo estimula la nostalgia pero también la pena, porque la limpieza de su voz resulta impura e incapaz de alcanzar aquellos tonos de antaño. No aportan nada nuevo y se limitan a repetir un repertorio que atrae a sus incondicionales nostálgicos. Yo he llorado en un concierto de Serrat porque me hacía sentir el tiempo pasado por él y por mí, retrotrayéndonos a ambos hacia una lejana juventud, ya irrecuperable.
Por eso, con el recuerdo de lo que fueron y lo que significaron para una época y unas generaciones, prefiero recurrir a los viejos vinilos o los nuevos soportes musicales cuando deseo deleitarme con su arte y volver a sentir las emociones que me provocaron en vez de ir a escuchar una versión añeja de sí mismos, por muy buena banda que los acompañe. Lo siento.