—¿Señor? ¿Me escucháis?
Una densa nube lo arrastraba entre fuertes corrientes de agua, alzándolo y hundiéndolo. Luego era llevado hasta unos bosques cubiertos de niebla y vapuleado entre esa masa de agua y ramas. Nada podía hacer, excepto seguir nadando en aquella especie de útero áspero y acuoso, intentando no ahogarse.—Señor, la Condesa os reclama. ¡Señor! —levantó la voz—. Vuestra madre os reclama en el Salón de Gobierno.
Esa voz disipó su pesadilla. Un hombre se encontraba inclinado sobre su cama, vestido con la túnica negra, reservada a los mayordomos de palacio. Unos haces de luz baja penetraban en la cámara a través del balcón abierto, donde se recortaban, sobre un cielo azul oscurecido, las manchas negras de muchas golondrinas, que chillaban alegres, trazando líneas imposibles en sus vuelos acrobáticos. La noche estaba próxima. Había dormido todo el día. Al incorporarse bajo la atenta mirada del mayordomo, el fondo de alegría de las aves se derrumbó de golpe, cuando volvió el eco desgarrador de los combates. Todo aquello parecía otra pesadilla. La herida en la pierna le seguía doliendo, pero pudo levantarse. Había que estar con los hombres, pensó, dirigirlos en aquella última hora. Un dolor sordo ascendía desde sus tobillos hasta la cintura. Puso los pies en el suelo, se levantó. Una sensación de fragilidad y rabia lo dominaba.—Traedme las armas —ordenó con voz seca.—Vuestra excelentísima madre me ha ordenado...—¡Vestidme! ¡Vestidme como el guerrero que soy! —exclamó, contrariado por aquella desobediencia. El mayordomo le ajustó la cota de malla, le ató, ceremonioso, las grebas de hierro ribeteadas en oro, le colocó la coraza pectoral. Haciendo una ligera reverencia, le entregó la espada y después una daga bien afilada. Serlan agarró uno de los cascos cilíndricos que colgaban de la pared, guardándolo bajo su brazo. —Ahora llévame hasta el Salón de Gobierno. Al salir de su cámara, el mayordomo observó una notable cojera en el Heredero. No se atrevió a decir nada. En el palacio y en la ciudad se escuchaban muchos rumores sobre su salud. Incluso se le daba por muerto.
Bajaron por la escalera de mármol blanco que comunicaba las estancias condales, en la parte alta de la Torre de Homenaje, con el Patio de Armas. Salieron al exterior, la luz del día se apagaba oscureciendo los muros que cerraban el patio. Serlan se dio cuenta, preocupado, que excepto los dos siervos que salían de las cocinas, no se veía a nadie más en la explanada. Un inusual silencio agarrotaba aquel espacio. Tampoco había guardias encaramados en la muralla de la ciudadela. ¿Dónde estaban? —¿Por qué no están los guardias en su puesto?—Señor, aquí quedamos los indispensables. Todos han marchado hacia la Puerta de Oriente. O lo que queda de ella.—¿Y la Falange Roja?—Ha salido, señor. También hacia las murallas. Tras un momento, en el que solo se escuchaban sus propios pasos resonando en el patio, el Heredero volvió a preguntar.—¿Quién ha dado la orden?—La Condesa lo ha autorizado, señor. Llegaron al otro extremo del patio. En aquel punto empezaba la ancha escalinata que subía hasta el pequeño claustro que conducía al Salón de Gobierno. Se fijó que ahí tampoco había sirvientes ni guardias. El jardín del claustro, prisionero de las columnas que lo encerraban, parecía algo más asilvestrado y oscuro. Al Heredero le pareció que aquel paraíso había perdido, en algo, la serenidad que proporcionaba la contemplación de sus flores y arbustos simétricos. Siguieron por el pasillo de aquel jardín, casi amenazante, que hacía de distribuidor. Pasaron por delante de la Sala Capitular. Serlan vio, a través de la puerta, las grandes sillas cinceladas en madera de acebo, vacías. Tras dejar atrás la Biblioteca accedieron a la puerta del salón, que estaba guardada por dos alabarderos que miraron al Heredero sin poder disimular en todo su sorpresa. Los guardas abrieron las pesadas puertas del salón y el mayordomo avanzó. —Serlan de Enroc, heredero del Condado de Vamurta —anunció, levantando la voz.
El Salón de Gobierno era una de las mejores estancias del palacio fortificado de los condes. Una enorme sala de planta rectangular de unos doce cuerpos de altura, sostenida por poderosos arcos de medio punto que se sucedían hasta el final de la nave, donde desde los tiempos de la fundación del condado se reunía el Consejo de los Once, formado por los cinco vizcondes principales, los cinco sacerdotes mayores y presidido por el conde. Bajo la alta cúpula que coronaba la sala, se reunía el Consejo. Para llegar hasta ella había que pasar entre los pilares de piedra blanca de los arcos laterales. De un extremo de la nave a otro, se abrían largas y estrechas ventanas de vidrios de colores que creaban una atmósfera casi sobrenatural cuando la luz del sol, al traspasar los vidrios, proyectaba tonalidades calidoscópicas sobre las paredes y el suelo del pasadizo central, de los rojos a los colores del mar hasta el verde de la esmeralda. Serlan siempre pensó que el salón más parecía un templo que no un lugar donde se decidían los incrementos de los diezmos, los cambios en la diplomacia o las normas que regían el uso de los molinos condales. Esa tarde, casi noche, era la luz de las decenas de candelabros los que otorgaban un ambiente fantasmagórico al lugar.