Ebrio de enfermedad, de Anatole Broyard

Publicado el 16 abril 2013 por José Angel Barrueco

En 1989 diagnosticaron un cáncer de próstata a Anatole Broyard, conocido por su labor de crítico literario en el suplemento cultural de The New York Times. Broyard ya se había obsesionado muchos años atrás cuando su padre murió de cáncer de vejiga, y de esa dolorosa experiencia que es la pérdida de un ser querido a temprana edad salió el texto titulado “Lo que dijo la cistoscopia” (incluido en este volumen). Anatole murió en 1990 y hasta entonces se dedicó a tratar literariamente su condición de enfermo. La presente edición ha sido preparada por su viuda, que incluye un prefacio, y que cuenta con un prólogo del célebre Oliver Sacks (aprovecho para recomendaros El hombre que confundió a su mujer con un sombrero), amén de la traducción de uno de los más grandes traductores de este país, el fallecido Miguel Martínez-Lage.
Ebrio de enfermedad es una obra esencial en el apartado del género sobre enfermedades (la bibliografía que he leído sobre el tema es amplísima). Pero también me parece un libro que cualquier amante de la literatura debería leer, esté o no obsesionado con la muerte y la enfermedad (como lo estoy yo). La viuda de Broyard dice en el introito que su marido “era un narrador soberbio” y estoy completamente de acuerdo. El libro que nos ocupa recoge varios textos de Broyard sobre el cáncer, sobre la literatura alrededor de la muerte y de la enfermedad, sobre las relaciones entre médico y paciente, e incluso las notas de su diario de sus últimos meses de vida. Antes de dejaros con el montón de citas que copié, advertir que Ebrio de enfermedad, al contrario de lo que pueda parecer, es una obra más optimista que pesimista, en la que su autor se empeñó en mostrarnos que el enfermo debe hacer de su dolencia un estilo:
La enfermedad es ante todo un drama que debiera ser posible disfrutar a la vez que se padece. Ahora entiendo por qué los románticos tenían tanto afecto por la enfermedad: el enfermo lo ve todo como si fuera una metáfora. En esta fase me encuentro encandilado con mi cáncer. Es algo que apesta a revelación.
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Estar enfermo es una extraña mezcla de lo sublime y de lo patético, de comedia y terror, con intervalos de sorpresa.
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En las situaciones de emergencia siempre inventamos relatos. Describimos lo que está pasando como si así pudiéramos poner coto a la catástrofe. Cuando se enteró la gente de que yo estaba enfermo, me inundaron con relatos de sus propias enfermedades, así como de los casos vividos por amigos suyos. El relato, la narración, parece ser una reacción natural a la enfermedad. La gente sangra relatos, y yo me he convertido en un banco de sangre de relatos.
El paciente ha de empezar por tratar su enfermedad no como un desastre, un motivo para la depresión o el pánico, sino como un relato. Los relatos son anticuerpos contra la enfermedad y el dolor.
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Así como un novelista convierte su angustia en relato o novela con el fin de estar en condiciones de controlarla al menos hasta cierto punto, una persona enferma puede hacer a partir de su enfermedad un relato, una narración, como medio para tratar de desintoxicarla. La metáfora era uno de mis síntomas.
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¿Qué se le pasa a uno por la cabeza cuando está tumbado, encharcado de tintura radiotópica, bajo una máquina desmesurada que le examina todos los huesos en busca de las pruebas de la traición? La máquina tiene cierto atractivo de película de terror: estando bajo ella uno se convierte en el monstruo de Frankenstein expuesto a la tormenta eléctrica.
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No sabe uno en realidad que está enfermo hasta que se lo dice el médico. Cuando un médico le dice a uno que está enfermo no es lo mismo que si le diera permiso para estar enfermo. Uno se gana a duras penas su enfermedad. Uno siempre será un mero aficionado en el campo de su enfermedad. Aficionado o amateur, porque lo amará. Saber que uno está enfermo es una de las experiencias más trascendentes de la vida. Uno cuenta con seguir en marcha para siempre, cuenta con ser inmortal. Freud dijo que todos los hombres están convencidos de su propia inmortalidad. Yo desde luego lo estaba.
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Dentro de cada paciente hay un poeta que intenta salir.
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Morir o estar enfermo es en cierto modo poesía. Es un trastorno, una locura. En la crítica literaria se habla continuamente del trastorno sistemático y enloquecedor de los sentidos. Eso es lo que le ocurre al enfermo.
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No hay que rendirse a la enfermedad: aféitate, péinate, viste de manera atractiva, sé agresivo, no pasivo. Es el cambio en el enfermo lo que avergüenza a sus amigos, y es ahí donde comienza toda la inhibición.
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Aunque llegó a llenar unas cuantas páginas con sus manos, con sus fuerzas menguantes, nunca llegó a terminar su novela, nunca alcanzó esa satisfacción final. Era cualquier cosa menos un fracasado, porque el estilo es el hombre, y la literatura no lo es todo.
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Volví a sentarme con mi padre y a cogerle de la mano. Tenía los ojos cerrados. “Un día, dos días…”. Había llegado el momento. De repente tomé conciencia de lo que eso significaba y me vi al borde de la desesperación, como contempla el solitario explorador del Ártico la infinita extensión de hielo. Quería llorar –sentí que me encogía por completo–, pero no podía. No podía llorar por mi padre, y al darme cuenta de esto se me llenaron los ojos de lágrimas. 

[La Uña Rota. Traducción de Miguel Martínez-Lage]