Economia sumergida

Por Francescbon @francescbon
En uno de esos arrebatos de chiquillería, decidimos alquilar un ático en la calle Cartagena. Una calle empinada, una de esas calles que existen en ciertas ciudades en las películas (la más célebre es San Francisco), en la cual, cuando conducías, rezabas para que no te tocase parar en un semáforo. Porque encima el sistema de tráfico de la ciudad había determinado, perversamente, que el tráfico fuera en dirección ascendente. Pensarían que la pendiente resultaba excesiva para ser en bajada. Bonita broma. Al ático tardamos dos semanas en llamarlo la antesala. Por el infierno, y por el espantoso calor que hacía. Nuestras tardes de verano allí consistían siempre en lo mismo, día tras día: los cinco amigos que compartíamos su coste íbamos llegando y nos despojábamos de toda la ropa de que encontrábamos decente despojarse: tampoco era cuestión de que aquello pareciese un club gay. Igualmente sudorosos, por eso, todos aquellos que no disponían de una pareja con la que copular (para lo cual el ático disponía de un par de habitaciones) se sentaban en la mesa a jugar a las cartas y a reponer con refrescos o con tragos  el copioso líquido que nuestros poros dilapidaban. Progresivamente el hijoputa se convirtió en nuestro juego favorito: el capricho del azar combinado con la excitación de la apuesta. Lo que tenía que ser un lugar de recreo y relax, el sustituto de esos coquetos apartamentos de emancipados que la precariedad laboral y los misérrimos sueldos (y, para qué negarlo, nuestra escasa ambición y paulatino acomodamiento) nos habían negado, se convirtió inexorablemente en una especie de mercado donde nuestro dinero cambiaba caprichosamente de bolsillo. Era tal la excitación en que nos sumían nuestras partidas que ni nos enterábamos del ruido del batir de cuerpos, si alguno de nosotros se subía alguna conquista: de forma patética, más de uno confesó que se afanaba en sus prestaciones sexuales a fin de incorporarse rápidamente a la partida.Jesús era uno de nuestros invitados más habituales. Conscientes de que su economía no se lo permitía, lo único que le exigíamos (de una manera relajada y amistosa) era que aportase bebida cuando le daba por pasarse. Sudaba de una manera tan escandalosa cuando alcanzaba la escalera que acababa con buena parte de esa bebida en los diez minutos siguientes a su llegada. Pero, parece, habíamos llegado a un concepto de la amistad tan puro, tan de anuncio estival de cerveza, que nos daba igual. Luego, el ritmo del juego permitía sostener una conversación mientras las cartas se mostraban, las apuestas se cruzaban, y nuestras novias ocasionales, demasiado tímidas para quedarse en sujetador delante de todos, daban estruendosos portazos mientras salían murmurando entre dientes.
-Esta de hoy no vuelve, Jaume. Te digo yo que antes de que baje dos plantas ya se ha dicho cuatro veces a sí misma que está harta de que la trates como una putilla de la Rambla. 
-Ya. Van cuarenta.
-Joder cuarenta, chaval.
-¿Los ganó el hijo de puta!. No queda una mierda en el centro, ahora. ¿Queda alguna cerveza, Jesús?.
-Hoy las he subido sin alcohol.
-¡Sin alcohol! ¿`por qué nos haces eso?
-No puedo permitir que nada nos nuble hoy el entendimiento. Lo que os he de comentar es muy importante. Esta mañana he estado en la comisaría.