Edificios en pie, a propósito de la venta de inmuebles porteños

Por Patriciagarcia

La Casa de la Virreina, Perú 395. Luego fue el
Monte Pío que devino en Banco de la Ciudad
hasta su demolición en 1910 para elevar el
Edificio Otto Wulf


De “Buenos Aires 70 años atrás” (1810-1880) escrito por José Antonio Wilde, quilmeño, hijo de un inglés, médico y cronista de la ciudad. Nació en 1813 y murió en 1887. Fue profesor de inglés mientras, en 1844, estudiaba medicina. Escribió un Compendio de Higiene Pública y Privada que muy útil durante la epidemia de Fiebre amarilla de 1871. Fundó en mayo de 1873 el periódico Progreso de Quilmes y fue Director de la Biblioteca Nacional en 1884. La Plaza "3 de febrero" de Quilmes, llevó su nombre y una estación de tren (actual Sarandí).
El que después de muchos años de ausencia se encontrase repentinamente en las calles de esta ciudad de la Santísima Trinidad de Buenos Aires, quedaría, sin duda, admirado de los cambios y transformaciones que en ella se habían operado en el transcurso, por ejemplo, de 50 años; aun cuando su admiración se modificase un tanto ante la sencilla reflexión de que el fenómeno que observaba era el efecto natural y lógico de la marcha del tiempo y de los progresos que la civilización paso a paso imprime a los pueblos................................................................
Sin embargo, llevado de su primera impresión, oiría el bullicio en nuestras calles, se asombraría de ver los grupos de vascos, italianos y gallegos que reemplazan en el día a nuestros antiguos negros changadores; observaría el ir y venir de tranways, de carruajes, y se abismaría de los diversos medios de transporte de que hoy disponemos; contemplaría absorto los regios edificios particulares, los suntuosos palacios y la magnificencia y austera belleza del inmenso número de nuestros edificios públicos
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Pero mayor sorpresa experimentaría cuando, llamando en su auxilio sus recuerdos, contemplase tal cual los dejó en aquella ya remota época, en diversos puntos de la hoy vasta ciudad, y cual si protestasen contra la transformación completa que se pretendía operar, por ejemplo, la casa de la Virreina Vieja; en la calle del Perú, hoy convertida en Monte-Pío; el edificio entonces denominado el Consulado (hoy Tribunal de Comercio), en la misma calle; la casa de Del Sar, calle San Martín; la casa calle Belgrano, donde en el día se encuentra la Comisaria General de Guerra, que fue construida en 1778; y tantos otros edificios diseminados por la ciudad, que conservan la fisonomía especial de las construcciones de aquella época, con sus espaciosas piezas, sus grandes patios 1.º, 2.º y 3.º, o huerta; edificadas en terreno de 17 ½ varas de frente y fondo completo (75 varas); y evocando siempre esos mismos recuerdos, se encontrase repentinamente en una calle central, en medio de soberbios edificios, tal vez de tres o cuatro altos, con un antiquísimo cuarto o casucho amenazando ruina y que conoció con el mismo aspecto derruido, allá por los años 15 o 16, o aún antes; y por fin, los mismos altos y bajos en algunas de sus veredas, la misma mezquina y ruin estrechez de sus calles, con que los fundadores de esta magnífica ciudad contribuyeron, sin pensarlo, a su futura insalubridad.
Constituía la ciudad un vasto paralelogramo, dividido en cuadras, cada una de 150 varas.
Nuestras calles permanecieron por muchos años sin empedrado. Para aproximarnos al origen de éste, penetremos por un momento a la época colonial, aun cuando nuestro propósito sea que estos recuerdos daten del año 10 adelante.
Acúsase a los españoles, y creemos que con mucha razón, de haber mantenido por ignorancia o por una economía mal entendida, las calles de un pueblo de tanta importancia comercial, en tan pésimo estado, que algunas eran completamente intransitables, sin embargo de tener tan a mano el mejor material, la piedra, y los medios de conducirla a poca costa. -Cuéntase que se hacía creer al pueblo que el empedrado era obra de romanos.
Citaremos, sin embargo, como excepción honrosa al Virrey don Juan José Vértiz y Salcedo.
Algo más que a mediados del siglo pasado, por los años 1770 y tantos, a consecuencia de una lluvia, que continuó por muchos días, formáronse tan profundos pantanos, que se hizo necesario colocar centinelas en las cuadras de la calle de las Torres, (hoy Rivadavia), en las cercanías de la plaza principal, para evitar que se hundieran y se ahogaran los transeúntes, particularmente los de a caballo.
Tal debió ser todavía el estado de nuestras vías urbanas, cuando por medio del intendente don Francisco de Paula Sanz, se propuso el Virrey «limpiar esta ciudad de las inmundicias e incomodidades en que la había tenido hasta entonces «constituida el abandono y ninguna policía en sus calles, para que se respire un aire más puro y se remuevan de un todo las causas que casi anualmente hacen padecer varias epidemias que destruyen y aniquilan parte de su vecindario.»
Después de haber provisto al mejoramiento de las calles y veredas, quiso también el buen Virrey que los transeúntes que no podían hacerse acompañar con un negro y un farol, o cargar linterna, se librasen de malhechores y de malos pasos, estableciendo lo que se llamaba la iluminación, por medio de velas de sebo.
Dícese también que el Marqués de Loreto, siendo Virrey, cuando se inició el primer pensamiento respecto a empedrado, manifestó, entra otras razones, en contra del proyecto el peligro que corrían los edificios de desplomarse, por cuanto se moverían sus cimientos al pasar vehículos pesados sobre el empedrado y aun daba otra razón, de mucho peso, en su opinión, y era que se tendría que gastar en poner llantas a las carretas y herraduras a los caballos, que valdrían más, decía, que los mismos caballos.
Parece que su sucesor Arredondo no participó de esos temores, y que, auxiliado por una suscripción voluntaria, emprendió con asiduidad los trabajos en 1795. El sucesor de Arredondo continuó la obra. Poco o nada se hizo después hasta la época de Rivadavia, 1822-24; pero los empedrados siempre fueron malos.
Aun en la última fecha citada, antes de ella y por mucho tiempo después, la ciudad (confiados, sin duda, sus habitantes en la buena salud que en ella reinaba), era sucia; en invierno, por el barro, en verano, por el polvo. Sus calles jamás se barrían, salvo el barrido impuesto en cierto radio a los tenderos, que lo efectuaban los sábados, por medio de sus dependientes, y sólo se limpiaban de tiempo en tiempo por los copiosos aguaceros que las convertían en vastos mares, rebalsando las aguas los terceros, derramándose luego por las calles en raudal hacia el río de la Plata, arrastrando la corriente cuanto hallaba en su curso.