Es curioso comprobar, al paso de los años, cómo aquellos tempranos tiempos duran para siempre en nuestra conciencia. Es verdad que se borran detalles, o incluso se transforman, pero queda acaso una dimensión clara del sentido que tenían aquellas cosas. El recuerdo de aquella persona que nos tomaba la lección de memoria es, cuando menos, aleccionador para entender que no todo el mundo está capacitado para ejercer la docencia y que las meras cifras económicas no puede regir los destinos de la educación. Ahora pienso en cuántas cosas no aprendimos, en todo aquello que quedó en el tintero de lo posible y deseable simplemente porque alguien decidió que aquella manifestación de la tacañería era más rentable. Podríamos, por ejemplo, haber ido a visitar los cuadros de la etapa azul de Picasso, pero no lo hicimos, sólo lo aprendimos de memoria para vomitarlo delante de una persona indiferente a tales matices. Lo peor de todo, quizá, es cuando los alumnos no aprenden la generosidad para con ellos mismos y se limitan a aprender sin gusto y sin ganas, como ocurre tantas veces con muchas personas que me encuentro en los bancos de la facultad. Es así como a menudo no entienden lo más precioso de las clases que impartimos, como es el entusiasmo por aprender y, en definitiva, vivir. Como decía al comienzo, vivir constreñido a unas cifras termina empobreciendo nuestra vida. No me refiero a una mera pobreza material, sino a la pobreza más profunda, la de nuestras expectativas vitales. Es ahora cuando entiendo mejor al dómine Cabra, creado por Quevedo desde el personaje del avaro. La sordidez es la enfermedad más grave que ha sufrido la historia de la educación. Francisco García
Es curioso comprobar, al paso de los años, cómo aquellos tempranos tiempos duran para siempre en nuestra conciencia. Es verdad que se borran detalles, o incluso se transforman, pero queda acaso una dimensión clara del sentido que tenían aquellas cosas. El recuerdo de aquella persona que nos tomaba la lección de memoria es, cuando menos, aleccionador para entender que no todo el mundo está capacitado para ejercer la docencia y que las meras cifras económicas no puede regir los destinos de la educación. Ahora pienso en cuántas cosas no aprendimos, en todo aquello que quedó en el tintero de lo posible y deseable simplemente porque alguien decidió que aquella manifestación de la tacañería era más rentable. Podríamos, por ejemplo, haber ido a visitar los cuadros de la etapa azul de Picasso, pero no lo hicimos, sólo lo aprendimos de memoria para vomitarlo delante de una persona indiferente a tales matices. Lo peor de todo, quizá, es cuando los alumnos no aprenden la generosidad para con ellos mismos y se limitan a aprender sin gusto y sin ganas, como ocurre tantas veces con muchas personas que me encuentro en los bancos de la facultad. Es así como a menudo no entienden lo más precioso de las clases que impartimos, como es el entusiasmo por aprender y, en definitiva, vivir. Como decía al comienzo, vivir constreñido a unas cifras termina empobreciendo nuestra vida. No me refiero a una mera pobreza material, sino a la pobreza más profunda, la de nuestras expectativas vitales. Es ahora cuando entiendo mejor al dómine Cabra, creado por Quevedo desde el personaje del avaro. La sordidez es la enfermedad más grave que ha sufrido la historia de la educación. Francisco García