Tiene razón. O eso creo. Muchos niños pasan por el colegio sin acabar de saber cuáles son sus aptitudes, sus capacidades, sin tener claro lo que quieren en la vida y cuáles son sus talentos. Esto sin duda termina siendo fuente de frustración. A diario se aburren soberanamente aguantando charlas interminables o teniendo que reproducir de memoria eternas listas, inservibles a la larga.
Hay en muchos casos una fijación por el destino final de lo que hacemos, una obsesión por formarnos para ocupar un lugar en esta sociedad enfocada a la producción. Es como si en el mundo todo se dispusiera en ese triste sentido. Se han jerarquizado las disciplinas y se ha dado más importancia a, por ejemplo, las matemáticas, o a las ciencias en general, a todo lo que conduce a convertirnos en piezas útiles para ese engranage industrial. Y digo yo, ¿cuándo encontraremos a las artes en un nivel superior o, al menos, a la altura de esas materias? Lo que realmente tiene valor en esta vida es la empatía, la pasión, la emoción, y fijarnos solo en ese destino final va eliminando la alegría de lo que nos ocurre por el camino. Es una pena dejar de disfrutar del proceso porque el resultado es lo único valioso.
Punset se plantea que es como si la educación no hubiera cambiado apenas con respecto a la de muchas décadas atrás. Es como si nadie estuviera dispuesto a replantearse la creatividad, a darle un fuerte impulso a la originalidad. Y el profesor Robinson concluye que si no estás dispuesto a equivocarte, nunca llegarás a nada original.