Edvard Munch, el pintor de la muerte inminente

Por Javier Martínez Gracia @JaviMgracia
   Hasta el 16 de enero del 2016 estará expuesta en Madrid, en el Museo Thyssen-Bornemisza, una selección de ochenta obras del pintor noruego Edvard Munch, al cual ya dediqué hace más de dos años un artículo (ver aquí), y al que entonces decidí llamar “pintor de la muerte inminente” después de dejarme impregnar durante horas de la angustiosa atmósfera que emitían sus cuadros, los cuales pude contemplar en Oslo en dos exposiciones simultáneas que allí tuvieron lugar en 2013. Munch pintaba desde el mismo punto de vista del condenado a muerte, del que decía: “Al sentenciado a muerte que se dirige al patíbulo se le nubla la vista y le da vueltas la cabeza. De pronto su mirada recae sobre un capullo –una flor–, el pensamiento se fija y se aferra a ellos. Qué extraño amarillo tiene esa flor, qué curioso es el capullo”. Confluía así en sus reflexiones con André Breton, quizás el mayor teórico de las vanguardias artísticas, que en su “Primer Manifiesto del surrealismo” decía: “En aquellas ocasiones en que más razones he tenido para terminar con mi vida, más me he sorprendido a mí mismo admirando una porción cualquiera del entarimado del suelo, una porción de madera que era como de seda, de una seda bella como el agua”. Ortega y Gasset da la explicación: “Cuando hemos llegado hasta los barrios bajos del pesimismo y no hallamos nada en el universo que nos parezca una afirmación capaz de salvarnos, se vuelven los ojos hacia las menudas cosas del vivir cotidiano –como los moribundos recuerdan al punto de la muerte toda suerte de nimiedades que les acaecieron”. Y sobrevolando esta misma idea, mostrando definitivamente cuál era su perspectiva preferida, decía Munch también: “Veo a todas las personas detrás de sus máscaras, rostros sonrientes, tranquilos, pálidos cadáveres que corren inquietos por un sinuoso camino cuyo final es la tumba”. Rememorar, en fin, aquello que contemplé en Oslo después de visitar ahora el Thyssen me ha servido para reflexionar sobre el significado psicológico y cultural no solo de su obra, sino, en general, del arte moderno, y sobre el modo en que este no viene a ser sino expresión, extrema eso sí, de la cosmovisión sobre la que hasta el momento se ha fundamentado la civilización occidental.    “El arte es lo contrario de la naturaleza (al menos en cierto sentido) –dejó asimismo dicho Edvard Munch–. Una obra de arte sale únicamente de las profundidades del ser humano”. Y completaba la idea: “Todo arte –la literatura como la música– ha de ser engendrado con los sentimientos más profundos. El arte son los sentimientos más profundos”. Más o menos al mismo tiempo, Kandinsky, iniciador del arte abstracto y asimismo uno de los teóricos más significados de las vanguardias artísticas, confirmó eso mismo cuando dijo: “Los elementos de construcción del cuadro no radican en lo externo, sino en la necesidad interior”. Y aun amplió la idea cuando explicó que “El artista debe ser ciego a las formas “reconocidas” o “no reconocidas”, sordo a las enseñanzas y los deseos de su tiempo. Sus ojos abiertos deben mirar hacia su vida interior y su oído prestar siempre atención a la necesidad interior”. Entre nosotros, el poeta y escritor Pedro Casariego Córdoba –que asimismo rondó demasiado alrededor de la muerte, hasta que esta lo atrapó– encontró una manera aún más rotunda de expresar esa misma idea: “Sólo existe el artista interior, sólo se puede ser artista secreto, la comunión todo lo mancha (...) ¡El artista debe crear dentro de sí mismo!”
Ilustración de Samuel Martínez Ortiz
   Hablamos, por tanto, de una manera de dirigirse a la realidad en la que el mundo externo es relegado, y lo que consiguientemente cabe en el perímetro abarcado por esa forma de mirar está estrictamente determinado por nuestra intimidad, por lo que Descartes llamaba pensamiento, pero en cuya categoría incluía también el resto de manifestaciones del mundo interior, es decir, las emociones, los instintos, la voluntad o las ensoñaciones. En suma, todo aquello que cuando pierde el contacto y el sostén o tutela de la realidad exterior tiende a deslizarse fatalmente hacia los entornos del delirio y la alucinación. Podríamos situar como uno de los principales iniciadores de esta perspectiva que había de marcar el camino a seguir por la civilización occidental a San Agustín cuando dijo aquello de que la verdad habita en lo interior. María Zambrano, efectivamente, así lo señaló: “ ‘Vuelve en ti mismo. En el interior del hombre habita la verdad’. El hombre europeo ha nacido con estas palabras”. Y la filosofía occidental fue dando cauce a esta idea que Sören Kierkegaard también dejó expresada de una manera rotunda: “La subjetividad es la verdad; la subjetividad es la realidad”. André Breton trasladaría abruptamente esta idea al ámbito del arte: “El surrealismo únicamente podrá explicar el estado de completo aislamiento al que esperamos llegar aquí en esta vida” (lo mismo, pues, que los eremitas pretendieron retirándose al desierto). Y encontraría una fórmula aún más arisca cuando amplió el perímetro de la idea al ámbito moral: “El hombre propone y dispone. Tan sólo de él depende poseerse por entero, es decir, mantener en estado de anarquía la cuadrilla de sus deseos, de día en día más temible”.   El mundo externo quedó, pues, desvinculado de los intereses, afectos y pasiones del hombre occidental, que prefirió volcarse hacia adentro, hacia su solipsista mundo interior. La manifestación más cabal de ese desapego hacia el mundo externo fue en un principio la referida retirada al desierto de los anacoretas, que enseguida recibían las visitas de los delirados y alucinados personajes que habitaban en su intimidad y que tomaban prestadas las formas de seres angélicos o diabólicos. Ese mismo hombre occidental desasido del mundo externo fue el que imaginó las utopías, esos modos de ensoñación que, como la Dulcinea de Don Quijote, necesitan para despertar las pasiones cumplir ante todo un requisito: no existir. El Romanticismo fue, de entre los modos culturales aún comprensibles o incluso atractivos, la expresión más acabada de esa propensión hacia lo inexistente o hacia lo que está a punto de no existir. ¿No decía Novalis, precisamente, que “La vida es el comienzo de la muerte. La vida no es sino para la muerte”? Y Edvard Munch, todavía romántico (todavía sugestivo, como su alter ego hispánico, Francisco de Goya), colocó su arte sobre esa línea divisoria de aguas que por un lado da a la existencia y por otro a la inexistencia, es decir, a la muerte; en suma, lo situó sobre el filo de navaja de la muerte inminente.     Abramos paréntesis en este hilo argumental para señalar que ese desapego del mundo externo que ha caracterizado al hombre occidental no solo ha producido el solipsismo, el delirio o el arte incomprensible, sino que, en el viaje de vuelta a ese mundo externo mirado de soslayo, también produjo una fecunda manera de confrontarse con él: el empirismo y su hijo putativo, el positivismo, doctrinas filosóficas que, para dar por conocida cualquier parcela del mundo externo, exigen previamente la pura objetividad, la desvinculación y desafección respecto de aquello que se observa, la fría asepsia indagadora de los perfiles de eso que se observa. Si San Antonio, en un momento de descanso de su eremítico y abismático descenso a sus mundos interiores, hubiera al fin contemplado el desdeñado mundo externo que le rodeaba, habría llevado a esa contemplación la misma desprendida actitud que el investigador empirista lleva a su laboratorio. Y de esa actitud desapasionada hacia la realidad han surgido, sin embargo, el método científico y los grandes descubrimientos que la ciencia occidental nos ha procurado.   Todo lo cual deja aún pendiente de descubrir y colonizar aquello que el mundo promete ser cuando añadamos a la perspectiva que tomamos nuestra implicación subjetiva, cuando vayamos aceptando que, puesto que yo soy yo y mi circunstancia, también en mi circunstancia va incluido mi yo. Es lo que Heisenberg, al que Ortega llamó en 1951 “el más grande físico actual”, denominó principio de indeterminación, según el cual, y a efectos estrictamente científicos, el observador está también incluido en lo observado. Para entonces, para cuando descubramos esa unidad indisoluble entre el mundo interior y el exterior, no solo se abrirán nuevos horizontes para la ciencia y para nuestra comprensión de las cosas, sino que también el arte empezará a explorar los contornos de ese resultado de la conjunción del yo y de la circunstancia que Ortega llamaba “vida”, no solo de lo que, como ocurre con Munch, está al borde la muerte o de la inexistencia.