Vicky Peláez
El descubrimiento tardío por el Gobierno ruso de la recolección del material biológico de los ciudadanos rusos por parte del Pentágono ha producido sorpresa y preocupación en todo el país.
“La edad contemporánea no es la edad de la bomba atómica, sino que es la edad del bárbaro científico…”
(Pedro Albizu Campos, 1891-1965)
Resulta que desde la desintegración de la Unión Soviética en 1991, muchos laboratorios biológicos rusos se han convertido en partícipes activos del Proyecto Genoma Humano, creado en 1990 en EEUU por el departamento de Energía (DOE), responsable también de los programas de armas nucleares norteamericanas.
El hecho de que el Pentágono se sumó a este proyecto en 2014, interesado especialmente en los genomas de 200 etnias rusas, no solo produce ‘ciertas sospechas’, sino indica claramente que se trata de la creación de armas biológicas de nueva generación contra Rusia.
Sin embargo, varios científicos rusos, como los doctores Konstantín Kitaev y Mijaíl Guelfand, declararon que no se puede crear armas genéticas contra una raza, pues ya no hay razas puras y todas estas insinuaciones de una conspiración genética contra Rusia son una utopía motivada quizás por la necesidad de financiamiento por alguna entidad.
A la vez, la Fundación Genoma Ruso, del complejo científico Skolkovo, que está tratando de invitar a expertos extranjeros para desarrollar su Proyecto de Genoma Ruso, recalcó que el estudio de la genética de población servirá para mejorar el tratamiento médico y crear la historia genética de 200 etnias que existen en el país.
Todas estas declaraciones suenan bien, pero nadie usando la lógica y conociendo la historia del uso de armas biológicas por parte de EEUU cree que el Departamento de Energía y el Departamento de Defensa norteamericanos están interesados en mejorar la salud de los ciudadanos rusos. No en vano, Washington declaró que Rusia representa un peligro principal para la seguridad nacional de EEUU y la existencia de una ‘nueva guerra fría’ contra Moscú no es ninguna fantasía, sino una realidad inquietante y peligrosa.
Tampoco es una fantasía que el Pentágono haya instalado más de 400 laboratorios biológicos en todo el mundo y esté operando más de 20 instalaciones en la frontera con Rusia de varios de los países que pertenecían a la Unión Soviética.
Solamente en Ucrania y desde el año 2009, el Pentágono ha instalado 15 laboratorios biológicos localizados en Odesa, Vinnitsa, Uzgorod, Lviv, Jarkiv, Jerson y Ternopol. De acuerdo a los estudios del exmiembro de la Comisión sobre Armas Biológicas y Químicas de Naciones Unidas, Ígor Niculin, tras su aparición empezaron a producir constantes brotes de fiebre porcina, hepatitis B o C, sarampión afectando a los ucranianos.
La instalación de cuatro laboratorios biológicos por parte del Pentágono en Georgia ha coincidido con la aparición de una neumonía atípica en el país. La publicación estadounidense Veterans Today (06-10-2013) informó sobre la inversión del Pentágono de 300 millones de dólares en un programa secreto de guerra biológica en el Central Reference Lab en Tiflis (Georgia) y, actualmente, los militares norteamericanos son los que controlan vacunas para animales reemplazando a los veterinarios.
También está operando en el país Walter Reed US Army Medical Research Institute. De lo que se sabe, en Kazajstán, otra exrepública de la URSS, funcionan dos laboratorios biológicos del Pentágono.
En realidad, EEUU tiene una larga historia de experimentos y uso de armas biológicas. Pocos saben que hasta América Latina había sido un laboratorio de la guerra biológica. Gerald Colby y Charlotte Dennet lo describieron en su libro, ‘They Will Be Done. The Conquest of the Amazon: Nelson Rockefeller and Evangelism in the Age of Oil’ (1996).
Los científicos y religiosos estadounidenses al servicio de Instituto Lingüístico de Verano (ISL) creado por la Fundación Rockefeller y la CIA se deshacían en los años 1960-1970 de las tribus de nativos en la Amazonía, en cuyo territorio se encontraban yacimientos de petróleo usando la propagación de diferentes virus.
La técnica preferida usada en Brasil y Perú era el envenenamiento del agua, la comida y el suministro a los nativos de “ropa, sábanas y frazadas infectadas por viruela” para ‘mejorar su nivel de vida’. Según el libro, “la población indígena en la selva de Brasil en 1958 oscilaba entre los 100.000 y los 200.000 habitantes. Pero, debido al genocidio físico y biológico, para 1968 más del 50% de los nativos de la Amazonía brasileña perecieron. Sobrevivieron entre 40.000 y 100.000 habitantes”. Así se lograba el acceso de las corporaciones de Rockefeller al oro, petróleo, diamantes y metales raros. Como los indígenas no querían abandonar sus ricas tierras, “había que usar la fuerza”, escribió uno de los misionarios estadounidenses, conocido como el padre Smith, ya en Guatemala.
Sin embargo, todo esto no es nuevo, pues, según varias publicaciones serias norteamericanas, como Whiteout Press, el gobierno estadounidense ha usado experimentos secretos con armas biológicas contra sus propios ciudadanos. En 1931, el Rockefeller Institute for Medical Investigations usó a norteamericanos como ‘conejillos de Indias’, infectándolos con células cancerosas.
En el mismo año, el Pentágono estableció un Centro de Guerra Biológica en Panamá. Lo trágico fue que los genocidas nazis durante el Juicio de Núremberg se defendían diciendo que habían aprendido el uso de armas biológicas y químicas de los científicos estadounidenses.
Después de la Segunda Guerra Mundial, EEUU otorgó inmunidad a los especialistas en guerra biológica alemanes y japoneses y los incorporó al desarrollo de armas biológicas en Fort Detrick.
A partir de 1950, el departamento de Defensa empezó a hacer pruebas al aire libre utilizando bacterias y virus generadores de enfermedades. En 1950, un barco de la Armada de EEUU usó una manguera gigante para rociar una nube de bacteria Serratia Marcescens que produce neumonía en la costa de San Francisco.
Los militares estaban probando cómo un ataque con arma biológica podría afectar a 800.000 residentes de la ciudad. El estudioso Leonard Cole lo describió este episodio en su libro ‘Clouds of Secrecy: The Army’s Germ Warfare Tests Over Population Areas’.
De acuerdo al libro, se habían realizado en áreas pobladas entre 1949 y 1969 más de 239 pruebas de armas biológicas al aire libre en Washington, Nueva York, Key West y en tantas otras ciudades estadounidenses. En 1970, los ciudadanos del país se enteraron de que, durante varias décadas, habían sido utilizados como ‘conejillos de Indias’ por varias agencias y departamentos gubernamentales y, en especial, por el Pentágono. Los críticos de esos programas declararon al unísono en aquel entonces que “la ciencia se ha vuelto loca”.
Y no era para menos, aquella frase se volvió cierta cuando se divulgo un siniestro proyecto del Pentágono: la ‘Operation Whitecoat’, realizada entre 1954 y 1973, usando objetores de conciencia de la Iglesia Adventista del Séptimo Día y a más de 2.300 soldados sin que ellos supieran sobre aquel experimento para infectarlos con fiebre Q, fiebre amarilla, peste bubónica, tularemia y encefalitis equina venezolana. La magnitud de aquella operación maquiavélica fue documentada en el libro de Jeanne Guillemin, ‘Anthrax: The Investigation of a Deadly Outbreak’ (1999).
Es harto conocido también que la CIA y el Pentágono usaron a los terroristas cubanos entrenados en la base militar estadounidense de Fort Gulick, en Panamá para introducir en 1971 a Cuba el virus de la peste porcina africana.
Diez años después, la isla fue golpeada por una devastadora epidemia de fiebre del dengue. De acuerdo al investigador William H. Schaap, “dengue y otros arbovirus (sus vectores son garrapatas y mosquitos) son armas biológicas ideales. El dengue, especialmente el dengue hemorrágico es altamente incapacitante, puede ser transmitido fácilmente a través de los mosquitos infectados” (‘The 1981 Cuba Dengue Epidemic’, Covert Action, Summer 1982).
La epidemia de dengue no había sido nada casual en aquel entonces ni tampoco lo es ahora. Para atacar a Cuba con la fiebre del dengue, los biólogos militares norteamericanos realizaron en 1981 en Fort Detrick, Maryland, pruebas con Aedes aegypti mosquito y la fiebre del dengue.
Los estudiosos escépticos que piensan que una posible guerra biológica es algo que pertenece al pasado están completamente equivocados. Los agentes biológicos probados en la década de los 90 en prisioneros del Departamento Correccional de Texas fueron posteriormente usados en Irak durante la invasión norteamericana, según los estudios del bioquímico norteamericano Garth L. Nicolson.
En su testimonio escrito para el Congreso norteamericano, el científico remarcó que “miles de veteranos norteamericanos de la Guerra del Golfo sufren de las consecuencias de haber estado expuestos a las armas radiológicas, químicas y biológicas” (‘Written Testimony of Dr. Garth L. Nicolson, Committee on Veterans Affairs, United States House of Representatives’, enero 2002).
En las condiciones de la ‘nueva guerra fría’ declarada contra Rusia, la guerra biológica se convierte en una realidad y no tiene nada de fantasía. El profesor de derecho internacional Francis Boyle, de la Universidad de Illinois, considera inclusive que
el actual virus Zika es un arma biológica patentada por el Fondo Rockefeller ya en 1947.
Entonces, no es nada de extrañar que las armas biológicas sean utilizadas en algún momento contra Rusia, cuya riqueza natural, que se estima en 350 billones de dólares, nunca dejará en paz a ningún Gobierno de EEUU tanto visible como invisible, y no es de extrañar que el Pentágono esté elaborando una nueva y sofisticada arma biológica contra Rusia. El hecho de que Air Education and Training Command de la Fuerza Aérea de EEUU esté solicitando genoma ruso y tejido sinovial para las “investigaciones sobre el músculo esquelético” no convence mucho.
Durante la última reunión del
Club de Discusión Valdái en Sochi (Rusia), Vladimir Putin dijo que el mayor error de Rusia en los últimos 15 años había sido mostrarse “demasiado confiados” en relación a Washington. “Paralelamente, su error fue considerar esta confianza como una debilidad y abusar de ella”, aseguró el mandatario ruso.
En realidad, este error persigue a Rusia como el legado de la Unión Soviética, sus dirigentes y su pueblo, que habían confiado mucho en la democracia estadounidenses, ignorando su historia y desconociendo sus lecciones. Y “la historia”, según el historiador ruso Vasili Kliuchevski (1841-1911), “no enseña nada y solamente castiga por el desconocimiento de sus lecciones”.
Dios ampare a los rusos y los despierte.
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