En su ensayo Ejercicios espirituales Pierre Hadot analiza la filosofía antigua…
…no ya como una elaboración teórica, sino como método de formación de una nueva manera de vivir y percibir el mundo, como un intento de transformación del hombre. Los historiadores contemporáneos de la filosofía, en general, apenas si muestran algún interés por conocer este aspecto, por otra parte fundamental. Y es sólo por el hecho de entender la filosofía según modelos heredados de la Edad media y de la época moderna, que la consideran una disciplina de carácter exclusivamente teórico y abstracto.
Una actitud así, dice Hadot, es el resultado de la asimilación de la filosofía por el cristianismo escolástico medieval que, al diferenciar entre filosofía y teología, despojó a la primera de su carácter práctico de encuentro con el ser interior que nos hace humanos, actividad que en adelante pasaría a formar parte de la mística y de la moral cristianas, a las que ha permanecido asociada hasta nuestros días en una sociedad incapaz de librarse de cierto complejo clerical, o como se diga, que identifica lo espiritual con lo religioso y lo secular con lo ateo.
La asociación de lo secular con lo profano proviene de la identificación “injustificable”, recurriendo a Raimon Pannikar en El mundanal silencio, de lo sagrado con lo ultramundano. Aquí radica la clave para detectar tantos malentendidos: lo secular no es sólo lo profano y lo sagrado no es equivalente a lo “sobrenatural”.
La secularidad también puede entenderse como sagrada, y tal ha sido la actitud de muchos poetas y sabios que han experimentado la realidad última del mundo con un significado más profundo que el meramente utilitario. Es en un contexto así que la dignidad del ser humano se convierte en el único valor máximo y, por lo tanto, ya no es negociable.
El universo deja de ser un mero espacio mensurable y concebido a la medida de lo humano para cargarse de significados.
Sólo así, “la existencia de la esclavitud, del colonialismo, de la injusticia política o la explotación económica ya no es una cuestión puramente profana y técnica sin repercusión directa en el destino último del ser humano”, dice Pannikar. La trascendencia se convierte en un aspecto interno al mundo, no ajeno y separado.
En nuestro mundo que presume de vivir sin dioses, sólo pasa que Dios se ha vestido de economía, y es así que ésta es lo único que tiene carácter supremo y trascendente.
La falacia de que el derribo de las religiones encumbró al ser humano a lo alto de la pirámide fue una ilusión del siglo XVIII que rápidamente se vio oscurecida por la emergencia del industrialismo decimonónico. Hoy en día, el hombre sólo es sagrado en cuanto que puede ser sacrificado como el nuevo cordero, criado por los sacerdotes de los mercados para ser entregado a los dioses del Olimpo financiero en los altares del consumismo.
Lo sagrado no se entiende aquí como una explicación de las causas de la existencia, aportando con ello cierta coherencia racional a nuestra imagen del mundo, ni se ofrece como solución a los problemas de la modernidad. Se trata de:
…una dimensión de ultimidad, y por tanto de misterio, que no tiene ulterior explicación y de una vida inescrutable en el corazón mismo de cada cosa y acontecimiento; es un elemento de libertad inherente a todo ser que existe.
Quienes hoy son incapaces de experimentar esa “dimensión de ultimidad” conforman una masa que, a pesar de lo que se venda, no está renunciando a un dios paternal y psicótico. Tampoco se está sobreponiendo a lo que considera una suma de supersticiones basadas en los poderes de una naturaleza con conciencia de Gaia. Está renunciando a su esencia humana.
Una esencia de lo humano que se alcanza, oh descubrimiento, mediante las “ciencias humanas”.
Como explica con mejores palabras Martha Nussbaum, la crisis de la educación y el olvido de las humanidades está produciendo “generaciones enteras de máquinas utilitarias” en lugar de ciudadanos libres capaces de pensar por sí mismos y comprender el sufrimiento ajeno.
Trabajo de redención
Regresando a Hadot, para los antiguos la filosofía es ejercicio, no una simple enseñanza de teorías abstractas o exégesis textual. Un arte de vivir, una actitud “capaz de comprometer por entero la existencia”.
Se trata de una transformación por la que se pasa de un estado en el que:
…la vida transcurre en la oscuridad de la inconsciencia, socavada por las preocupaciones, a un estado vital nuevo y auténtico, en el cual el hombre alcanza la consciencia de sí mismo, la visión exacta del mundo, una paz y libertad interiores.
Según todas las escuelas filosóficas, la principal causa de sufrimiento, desorden e inconsciencia del hombre proviene de sus pasiones: de sus deseos desordenados, de sus temores exagerados. La preocupación impide vivir en la verdad. Cada escuela dispone de su método, pero todas buscan una transformación profunda de la manera de ver y de ser del individuo.
Para los estoicos, por ejemplo, “la infelicidad de los hombres proviene de su anhelo por conseguir o conservar ciertos bienes que se arriesgan a no obtener o a perder, obcecándose en evitar males a menudo ineluctables”.
La filosofía en este caso serviría para enseñar a desear “ese bien que se puede obtener y evitar sólo el mal que es posible evitar”. Para ser así, tanto el bien como el mal deben depender exclusivamente del albedrío humano. Así que sólo queda la moral. Sólo ella depende de nosotros.
El resto de “bienes” y “males” escapan a nuestra voluntad y deberían sernos indiferentes, aceptándolos como parte del dominio de la naturaleza. Se entra, así, en una visión de las cosas desde una perspectiva universal, y no sólo humana.
La atención es la actitud espiritual fundamental del estoico. Consiste en la continua vigilancia, una consciencia de sí mismo siempre alerta. De esta forma, el filósofo distingue en todo momento entre lo que depende de uno y lo que se escapa a su dominio como, entre otras cosas, las pasiones provocadas por el pasado y el futuro.
[La meditación] facilita el estar preparado para el momento en que una circunstancia imprevista, quizá dramática, se presente. Uno debe representarse anticipadamente […] los problemas propios de la existencia: la pobreza, el sufrimiento, la muerte; hay que mirarlos de frente recordando que no son males, puesto que no dependen de nosotros; en la memoria habrán quedado fijadas aquellas máximas contundentes que, llegado el caso, nos ayudarán a aceptar esos acontecimientos que forman parte del curso de la Naturaleza.
La filosofía estoica consiste en ejercitarse en vivir consciente y libremente:
…conscientemente, pues son superados los límites de la individualidad para reconocerse parte de un cosmos animado por la razón; libremente, al renunciar a desear aquello que no depende de nosotros y que se nos escapa, no ocupándonos más que de lo que depende de nosotros.
Para el epicureísmo, por su parte:
…la curación implica liberar al alma de las preocupaciones vitales y de este modo recuperar la alegría por el simple hecho de existir. El sufrimiento de los hombres proviene de su temor ante cosas que no deben temerse y de su deseo de cosas que no es preciso desear, y que les son por lo demás negadas. De esta forma su existencia se consume en el desconcierto producido por los temores injustificados y sus deseos insatisfechos. Se encuentran así privados del único y auténtico placer, el placer de ser.
Los recordatorios del epicureísmo se resumen en el cuádruple remedio o tetrapharmakon: “Los dioses no son temibles, la muerte no es una desgracia, el bien resulta fácil de obtener y el mal sencillo de soportar”.
Frente al entrenamiento para vigilarse de los estoicos, los epicúreos entrenan para relajarse.
En lugar de representarse los males por adelantado, preparándose para padecerlos, es necesario más bien apartar nuestro pensamiento de la visión de las cosas dolorosas y fijar nuestra mirada en los placeres. Hay que revivir el recuerdo de los placeres pasados y gozar de los placeres presentes, reconociendo cuán grandes y agradables resultan éstos.
En la práctica de la serenidad, experimentan una profunda gratitud hacia la naturaleza y la vida.
En cuanto a la atención al presente, dicen los epicúreos que “hay que hacerse a la idea de que dejaremos de existir, y eso por toda la eternidad; pero tú, que no eres dueño del mañana, todavía confías al futuro tu alegría”.
La amistad es el ejercicio espiritual por excelencia, pues está relacionada con un ambiente alegre y relajado.
En definitiva, estoicismo y epicureísmo:
…parecen concordar con dos polos opuestos, aunque inseparables, de nuestra existencia interior, como son la tensión y la relajación, el deber y la serenidad, la consciencia moral y el simple goce por el hecho de existir.
Vivir la verdad
La práctica de ejercicios espirituales se desarrolló probablemente en tradiciones que se remontan a tiempos inmemoriales. Pero será Sócrates quien los sacará a la superficie de la consciencia occidental, puesto que su figura fue, y sigue siendo, una llamada viviente al despertar de la consciencia moral.
En el diálogo socrático, el interlocutor de Sócrates no aprende nada del filósofo, sino que “Sócrates acosa a sus interlocutores con preguntas que les ponen en cuestión, que les obligan a prestarse atención a sí mismos, a cuidarse de sí mismos”, a examinar su progreso interior.
Se trata, pues, de un ejercicio espiritual basado en el examen de consciencia provocado por la intervención de otro que dirige la atención sobre uno mismo.
En este sentido, Foucault, en sus lecturas sobre El coraje de la verdad, aborda el problema sobre la verdad que el sujeto es capaz de decir sobre sí mismo, como ocurre con la confidencia, la confesión o el examen de conciencia.
La verdad sobre uno mismo es un tema de importancia capital en la cultura griega y romana, e incluye…
…otras prácticas, acaso menos conocidas y que han dejado menos huellas, como las libretas de notas, esa especie de diarios que se aconsejaba a la gente que llevara sobre sí misma, ya fuera para la recolección y la meditación sobre las experiencias vividas o las lecturas hechas, ya fuera para contarse uno mismo, al despertar, sus propios sueños.
(Foucault, El coraje de la verdad)
La práctica de decir la verdad sobre sí mismo incluye ya en la antigüedad, como se ve en los diálogos socráticos, y por tanto mucho antes de la práctica cristiana de la confesión, la presencia del otro que escucha. Se trata de una práctica a la que se alude bajo el término parrhesía, “hablar franco”, y que se opone a la actitud aduladora.
Para que haya parrhesía, es necesario que el sujeto corra cierto riesgo al decir la verdad, que…
…abramos, instauremos o afrontemos el riesgo de ofender al otro, irritarlo, encolerizarlo y suscitar de su parte una serie de conductas que pueden llegar a la más extrema de las violencias. Es pues la verdad, con el riesgo de la violencia.
[...]
[La parrhesía] no sólo arriesga la relación establecida entre quien habla y la persona a la que se dirige la verdad, sino que, en última instancia, hace peligrar la existencia misma del que habla, al menos si su interlocutor tiene algún poder sobre él y no puede tolerar la verdad que se le dice.
Por eso, cuando se institucionaliza el acto de decir la verdad, el interpelado está obligado a ejercer la magnanimidad con quien se arriesga a la parrhesía:
…es, por ende, el coraje de la verdad en quien habla y asume el riesgo de decir, a pesar de todo, toda la verdad que concibe, pero es también el coraje del interlocutor que acepta recibir como cierta la verdad ofensiva que escucha.
Se opone, así, al arte de la retórica. Frente a ésta, la parrhesía “no es un oficio, sino algo más difícil de discernir. Es una actitud, una manera de ser que se emparienta con la virtud, una manera de hacer”.
Del diálogo socrático se dispone, en palabras de Hadot, que sólo “quien es capaz de un verdadero encuentro con el otro está en disposición de encontrarse auténticamente consigo mismo, resultando lo contrario también verdadero”.
El diálogo obliga a una determinada disposición mental, ya que sólo es posible:
…si el interlocutor aspira verdaderamente a dialogar, es decir, si aspira realmente a dilucidar la verdad, si aspira, desde lo más profundo de su espíritu, al Bien, aceptando someterse a las exigencias racionales del Logos.
Razón y trascendencia
En este marco, la física y el estudio del Cosmos también se convierte en un ejercicio espiritual, y ello en tres niveles. Primero, como “una actividad contemplativa que encuentra su fin en sí misma procurando al alma, al liberarla de las cotidianas preocupaciones, gozo y serenidad” a través de la contemplación de la majestuosa y misteriosa obra cósmica.
Contemplación que conlleva, en segundo lugar, entender los asuntos humanos como cosas sin apenas importancia. Y tercero, en la elevación del pensamiento individual a la perspectiva de lo universal, “uno muere a su individualidad para acceder a la vez tanto a la interioridad de la consciencia como a la universalidad del pensamiento del Todo”.
La contemplación del mundo físico, la representación del infinito, elemento capital de la física epicúrea, provocan una transformación total en la manera de percibir las cosas (el universo clausurado se dilata hasta el infinito) y un placer espiritual de primer orden.
El conocimiento es así un ejercicio para la superación del mundo sensible y acceder a la experiencia del Uno, más allá del reino de las causas y una vez destruida la ilusión de la individualidad.
Llevando más lejos este pensamiento, la filosofía resulta una preparación para la muerte, pues se aprende a no temerla y subordinar el deseo de vida a un propósito superior y universal. El ejercicio de la muerte consiste en lograr un cambio de perspectiva:
…en pasar de una visión de las cosas dominada por las pasiones individuales a una representación del mundo gobernada por la universalidad y la objetividad del pensamiento.
Los asuntos “demasiado humanos” pierden importancia para el pensamiento puro, y gracias a eso se puede mantener la serenidad en las desgracias.
Conócete a ti mismo
En resumen, según la escuela el contenido de los ejercicios es diferente:
sometimiento al destino entre los estoicos, serenidad y desapego entre los epicúreos, concentración mental y renuncia al mundo sensible entre los platónicos.
Pero la finalidad es una sola: la realización y mejora de uno mismo.
Las diversas escuelas coinciden en considerar que el hombre, antes de la conversión filosófica, se encuentra inmerso en un estado de confusa inquietud, víctima de sus preocupaciones, desgarrado por sus pasiones, sin existencia verdadera, sin poder ser el mismo. Las diferentes escuelas coinciden también en considerar que el hombre puede liberarse de semejante estado y acceder a una verdadera existencia, mejorar, transformarse, alcanzar el estado de perfección. Los ejercicios espirituales están destinados, justamente, a tal educación de uno mismo, a tal paideia, que nos enseñará a vivir no conforme a los prejuicios humanos y a las convenciones sociales (pues la vida en sociedad viene a ser en sí misma producto de las pasiones), sino conforme a esa naturaleza humana que no es otra sino la de la razón.
De la misma manera en que el atleta perfecciona su cuerpo mediante el ejercicio físico, “gracias a los ejercicios espirituales el filósofo proporciona más vigor a su alma, modifica su paisaje interior, transforma su visión del mundo y, finalmente, su ser por entero”.
Se trata de esculpir el alma, sustraer la materia que impide contemplar la escultura existente en el interior de la piedra, eliminar lo que no le es propio y lograr así una existencia basada en el pensamiento puro, trascendida la individualidad egoísta y pasional.
La práctica de los ejercicios espirituales implicaba la total inversión de los valores aceptados; había que renunciar a los falsos valores, a las riquezas, honores y placeres para abrazar los auténticos valores, la virtud, la contemplación, la simplicidad vital, una sencilla felicidad por el mero hecho de existir.
Esta actitud elevada resultaba difícil de mantener y su cima exigía ser reconquistada continuamente tras los inevitables patinazos. Era, pues, una práctica permanente y un estilo de vida que contrasta con la cultura del mínimo esfuerzo que apunta a convertirse en la única “cultura” posible.
El reproche de Kierkegaard al obispo Mynster en Temor y temblor, a quien acusa de someter la práctica espiritual a los estilos de la burguesía, es el reproche a cualquiera que hoy en día pretende ofrecer atajos en el camino del desarrollo interior, incluso de los modos correctos para el cambio social, con la excusa de llegar a más gente o acelerar para alcanzar lo que jamás podrá ser alcanzado:
…lo que predicaba del cristianismo tendía deliberadamente a suavizar, oscurecer o callar lo que el cristianismo representa de más decisivo, todo eso que nos resulta incómodo, todo eso que haría difícil nuestra vida y nos impediría disfrutarla: el hecho de tener que morir a uno mismo, la renuncia voluntaria, el odio a sí mismo, el deber sufrir por esa doctrina, etc.
No es cantidad lo que hace falta, sino calidad. Y eso, ya nadie lo recuerda.
Son muchos quienes se vuelcan por completo en la militancia política, en los preparativos de la revolución social. Pero escasos, muy escasos, los que como preparativo revolucionario optan por hacerse hombres dignos.
(Georges Friedmann)