El 25S y otras citas espacio temporales: El capitalismo explicado a un medieval (IV)

Publicado el 29 septiembre 2012 por Eowyndecamelot

(viene de) Pero evidentemente, no lo hizo, entre otras cosas porque aquí estoy para contarlo. No sé por cuánto tiempo, pero aquí me hallo todavía.  Fue la espada del extraño anciano la que, de un solo tajo, cortó el cuello al atacante, y en lugar de caerme encima la punta de su espada lo que me sobrevino fue su cabeza sangrante, cosa no mucho más agradable aunque he de reconocer que sí menos lesiva para mi integridad. Pero en esos intermedios yo había perdido tanta sangre que me desmayé como una damisela, aunque debí de despertarme a ratos, pues tengo recuerdos confusos del momento en que el viejo me prestó los primeros auxilios y me subió a su propio caballo, cogiendo el mío por las riendas. Todo eso, sin embargo, entre sueños inconexos y bastante surrealistas. Me veía en la estancia circular de un torreón, con grandes ventanales para la época. La temperatura era agradable, más que primaveral, y a mi alrededor el mobiliario me pareció bello aunque no ostentoso, tapices y cojines de motivos orientales sobre las paredes y las sillas, cama amplia vestida con telas satinadas. Tras la ventana donde yo me hallaba asomada se veían los añorados paisajes de Tierra Santa

“Es mi paraíso”, pensé.

Yo estaba teniendo una conversación con mi antiguo compañero de fatigas, el templario sin nombre. Una conversación que, realmente, habíamos tenido un par de años atrás. Le decía:

-¿Te imaginas un sistema económico y social basado en la destrucción? De los valores, de las almas, de los cuerpos, de los objetos, de la naturaleza.  No hablo de un estado de guerra y de conquista más o menos puntual, sino de algo extendido, generalizado, instaurado, aceptado. Un sistema donde el bien último, la moneda de cambio final, somos las personas, algo así como una esclavitud organizada a nivel mundial donde, para que seamos más productivos, se nos hace creer que somos libres, libres y dueños de nuestro destino, afortunados, hasta ricos. Y mientras tanto, trabajamos para otros y empleamos el dinero con que nos paga para comprar las mismas cosas que fabricamos y que les enriquecen, y que están programadas para destruirse en breve y esquilmar el mundo tanto en su proceso de producción como de corrupción, en una carrera absurda e imparable. ¿Te imaginas que la ética no establezca límites, porque ya no existe, porque también nos la han quitado? ¿Te imaginas que la religión forme parte de este sistema y se alíe con el poder, de una forma incluso más desvergonzada y flagrante de lo que lo hace ahora, sin ni siquiera imponer períodos de carencia bélica? Ni siquiera obligarán a los ricos caballeros y damas a dar limosnas. Sí, nos quitaron los valores adoctrinándonos con el consumo desaforado, más allá de nuestras necesidades, mucho más allá, y eso se considerará normal durante mucho tiempo, pues será fácil aprovecharse de que todos los mentideres, que serán llamados medios de comunicación, les pertenecerán. Nos quitaron el afán de lucha, la unión, nos hicieron olvidar nuestros antiguos placeres sencillos. Nos los cambiaron por cosas, cosas que destruían, nos destruían, y se autodestruían. Y pensamos que habíamos ganado con el cambio.  Emplearon como armas la misma mala educación que habían hecho universal, universal para los pobres, los susceptibles de rebelarse, emplearon como armas la misma desestructuración y exclusión que habían fomentado, y nos dijeron que con esas cosas que nos vendían hallaríamos la emancipación. Ese sistema tiene los días contados, por culpa de sus contradicciones internas, pero utiliza sus momentos de esplendor para atajar preventivamente las insurrecciones que podrían surgir en sus períodos de decadencia, y en cualquier caso no se destruirá sin haberse llevado a todos, y a todo, por delante. Habrá un momento en que la destrucción necesaria quedará oculta en la distancia, pues se exportará a los países de Oriente para mantener el engaño de la sociedad perfecta; pero después ni eso será suficiente, y empezarán a verse por las calles estampas propias de las naciones o las épocas que antes creímos incivilizadas en nuestras propias ciudades: la gente muriendo por la calle sin derecho a una prestación social, ni siquiera a una caridad, pronto será también algo normalizado. Es triste: deberíamos haber reaccionado mucho antes. Y ni siquiera ahora nuestra reacción es la que debiera. Y que conste que no le tengo miedo a las espadas, de metal ni de palabras, ni a las desvergonzadas felicitaciones a los que se someten, a los que renuncian o venden sus derechos, a los que se resignan o se rinden; temo más a nuestra pereza tan sabia y secularmente construida. Pero no quiero rendirme, no puedo rendirme: y volveré, una y otra vez, a todas las convocatorias, y forjaré las mías propias.

En mi sueño, me volví hacia él desde la ventana. Dio dos pasos hacia mí y me habló.

-Pero todo eso ya acabó. Este es el lugar que siempre soñaste. Sé que tú no querrías un paraíso donde todo estuviera hecho, así que deberemos construirlo. Aquí las luchas sirven para algo y se consiguen mejoras. Es el momento de la victoria y de la alegría, en el paisaje que siempre amaste. Todo ha terminado, Eowyn.

Pero le miré con tristeza.

-Ahora lo sé. Esto significa que estás muerto, ¿verdad?

Fuertes accesos de dolor, o tal vez mis propios gemidos, me despertaron. A mi alrededor se dibujaba una estancia pobre, limpia y acogedora, con escasos muebles, y en la aún oscuridad apenas rota por algunas velas pude ver el resplandor de la luna en la ventana iluminando la cuenca del Ebro. Sentí unos pasos apresurados en la oscuridad y la figura descomunal de mi antiguo compañero se dibujó ante mí. Se acercó a mí y pasó un brazo por mi espalda para hacer que me incorporara, mientras con la otra mano acercaba una copa a mis labios.

-Todo ha terminado, Eowyn. El calmante hará que te sientas mejor.

Bebí. Me supo a vino con especias, y a algo más, cierto sabor a hierbas que no aceré a identificar. Él retiró la copa cuando había bebido alrededor de la mitad de su contenido, y pasó un paño por mis labios. Yo sonreí débilmente. Me sentía como si hubiera atravesado el desierto del Sahara a nado.

-Así que se trataba de ti, viejo tunante. Aunque es cierto que tu disfraz era bueno, debí haberme dado cuenta de inmediato. Pero últimamente no soy yo misma. Las cosas me afectan demasiado. Creo que pienso en exceso.

Dejó la copa sobre una mesilla de madera sin desbastar.

-Te acostumbrarás –aseguró-. Siempre lo has hecho.

-Echaba de menos esa confianza inquebrantable en mi persona –ironicé-. Y dime, ¿cuánto tiempo me queda, entonces? ¿Tengo que comenzar a dictarte mi testamento?

Me guiñó un ojo.

-Estás perfectamente, como sin duda sabes. La herida es dolorosa, pero no grave. Estarás más que recuperada en unos días. El médico estaba asombrado de que casi no hubiera signos de infección.

-Así soy yo –dije, encogiéndome de hombros-. Fuerte como un roble. Y ¿qué hay de ti? ¿Estás entero?

Sonrió con suficiencia, sin contestarme. Tranquila a ese respecto, continué.

-Debo suponer que estoy hablando con el misterioso Número Ocho. Me imagino que llevas siguiéndome desde Barcelona, como si te hubiera necesitado alguna vez para que me cuidas. Más bien ha sido al contrario en muchos casos, como bien recordarás. Y esto debe de ser alguna pequeña propiedad de las vuestras, ¿no? Pero hay demasiadas cosas que no entiendo. Por ejemplo, dijiste que a Jaume le preocupa más Guillaume que los rumores que le han llegado de que preparamos una especie de rebelión a nivel europeo. Necesito que me aclares esto.

Fue más contundente de lo que yo le conocía cuando concluyó:

-Después. Ahora necesitas descansar –se levantó y pretendía marcharse, pero yo le atrapé por una manga de su túnica.

-Estás soñando si pretendes dejarme así con esta intriga y después de tanto tiempo –creo que mi mirada dura le obligó a volverse a sentar a mi lado. O, al menos, le convenció-. Hay muchos temas que deberías explicarme. Y otros muchos, sencillamente, que al menos deberías contarme. No sé cuántos meses hace desde la última vez que te vi, ni cómo ha sido tu vida antes de volver a las tierras de la Corona de Aragón; no tengo la más mínima idea.

Él me miró con su habitual mirada dulce, algo paternal.

-Es una historia demasiada larga. Larga, triste e increíble.

-Por eso mismo necesito saberla –aduje-. ¿Cómo podría entenderte, ayudarte, si no? Maldita sea. La culpa la tienes tú, tú y tú solito. Nos iba muy bien, formábamos un buen equipo, como esta noche mismo hemos demostrado. Y me dejaste por esos aburridos fanáticos y por tu absurda persecución de reliquias, o de lo que sea. Símbolos, más símbolos de los que atan las voluntades de las personas. Como cuando en la España del siglo XXI matan toros por la sacrosanta unidad del país. Nunca lo entenderé. ¿Por qué? Habías renunciado a tus votos. ¿O tal vez nunca lo hiciste? ¿O fuiste siempre un espía, siempre un traidor, buscando aprovecharte de mí de una manera que aún no alcanzo a descifrar, a la mayor gloria, poder y riqueza de tu orden. No me lo explicaste la última vez que te vi. Y necesito saberlo.

Él no me respondió. Sentí que el sueño me vencía.

El mañana sobrevino entre brumas cuando me desperté, sola, en la habitación. Pude incorporarme sin dolor pero con una sensación de vacío que me ahogaba, y a la luz de la luz otoñal que entraba por la ventana, pintada de dorado, vi que la puerta se abría, y Joana, mi amiga la herrera, entró por ella.

  -Recibí el aviso de un mensajero de esta casa en que me avisaba de que te hallabas herida y me apresuré a venir –me dijo, después de darme un abrazo- y he venido lo más rápido que he podido, sin pararme ni a descansar. Me alegro de verte bien, estaba muy asustada. Por cierto, Isabel te manda recuerdos, no ha podido dejar su taberna. Y también traigo una carta para ti que me dio el mismo misterioso mensajero.

En el lacre destacaba un sello con un enorme número ocho.