Martes, 24 de abril de 2012, once de la mañana. Juan parece estar durmiendo, o al menos remoloneando entre sus sábanas, malolientes y gastadas, de las que le cuesta despegarse un día sí y otro también. Poco a poco sus ojos se van abriendo, como una persiana que hubiese que levantar suavemente por miedo a que se rompa. “Tengo hambre”, se dice a si mismo mientras da otra vuelta en la cama, esta vez hacia la izquierda, para quedarse finalmente dormido durante una hora más.
El teléfono suena, “ring, ring, ring”... El teléfono sigue sonando, “ring, ring, ring”... Y el teléfono consigue despertarle. Lo primero no le importa. Es lo segundo lo que le molesta: “¡ring, ring, ring!”. “¡Maldita sea!”, responde con un grito al insistente sonido, a la vez que pega un salto de la cama para reincorporarse enfadado, y se dirige furioso hacia el malvado aparato que no le permite dormir porque no deja de sonar. Juan despotrica sin cesar a lo largo del breve trayecto que separa su cama de la pequeña mesita en la que reposa, inmóvil e impasible, quien ha osado molestar al señor de la casa a estas horas de la mañana. De pronto, silencio. “¿¡Ahora te callas, justo ahora que me he levantado y he llegado hasta aquí!?”. Se oye un golpe seco. El teléfono se lo ha llevado, como si tuviese la culpa de algo. No protesta, no dice nada, ni siquiera se le ocurre vengarse escondiendo el número que identifica a la persona que estaba al otro lado del hilo, esperando una respuesta. “¡Ah, eras tú!”, dice Juan en alto, como si alguien más pudiese escucharle. No devuelve la llamada. “Sabía que no tardarías mucho en arrepentirte, ya volverás a llamar”, piensa mientras se aleja del teléfono y dirige sus pasos hacia la cocina.
Revistas desperdigadas, estanterías cubiertas de polvo acumulado de varios días, decenas de colillas repartidas por varios ceniceros, ropa sucia en una cesta que no sabría decir cuándo fue la última vez que la abrieron, migas de pan acompañadas de pequeños restos de comida pegados a un mantel que ya no recuerda si en algún momento fue simplemente de color blanco, un fregadero que ha logrado convertirse en un pequeño basurero doméstico... Un decorado a juego con su aspecto, desaliñado, con el cabello completamente despeinado y que se prolonga hasta una barba de cuatro días, uñas un poco largas, sin nada más encima que unos calzoncillos viejos y demasiado gastados para enseñárselos a nadie, ni siquiera a alguien de confianza…
Pasan unos minutos de las doce de la mañana y Juan se prepara un café. Encontrar una taza limpia no será tarea fácil entre tantos platos, vasos, cuchillos, cucharas, cucharillas, un par de ollas y otras tantas sartenes sucias y amontonadas en el fregadero. “¿Dónde estaréis escondidas vosotras dos?”, se pregunta mientras va apartando todo aquello tras lo que se esconde lo que ahora necesita. “¡Aquí estás, ya te tengo!”, murmulla cuando su mano tropieza con el asa de una de las tazas que buscaba. La coge y mira fijamente la cinco letras blancas que destacan sobre un todo negro: 'Adela'. En ese mismo instante el agua de la cafetera rompe a hervir. Abre el grifo, la enjuaga un poco, coge una de las pocas cucharillas que todavía sobreviven limpias en el cajón de la encimera, se sirve un par de ellas de azúcar y otra de café soluble e incorpora finalmente el agua humeante. “Café. Nada huele tan bien como el café”, piensa mientras remueve despacio toda la mezcla, como si tuviera por delante todo el tiempo del mundo, como si éste no se agotase en cada segundo, como si solamente se renovase en cada movimiento que ejecuta incansable la más trabajadora de las agujas del reloj.
Juan abre la nevera. Está casi vacía. No hay prácticamente nada que llevarse a la boca, al menos nada apetecible a esas horas de la mañana: una lata de atún abierta, una caja de pasta rellena que parece pasada de fecha y una lechuga tirando a mustia no son, precisamente, lo que busca para desayunar. Abre una a una las alacenas y solo encuentra, para acompañar al café, unas galletas a punto de caducar. Podría abrir una lata de espárragos, o una de aceitunas, o un bote de mayonesa que acaba de encontrar, pero tampoco es lo que más le apetece meterse en el cuerpo en esta “primera” hora de su mañana. Son tan pocas que las galletas se terminan enseguida. Se asoma a la ventana del salón y observa cómo innumerables gotas de lluvia se deslizan por sus sucios cristales, como si intentasen ojear lo que se esconde tras ellos. Enciende un cigarrillo, le da una calada profunda, retiene el humo en sus pulmones y unos segundos después lo expulsa, despacio y suavemente, sin prisa y con alguna pausa. La siguiente inspiración se ve interrumpida por una tos fuerte, cada vez más intensa. Eso le recuerda que el médico le prohibió terminantemente fumar hace un par de meses. Pero Juan no entiende de prohibiciones para hoy porque él está convencido de que siempre hay un mañana.
El teléfono vuelve a sonar. Esta vez llega a tiempo para descolgarlo. Es ella otra vez. Es su número. Es Adela. “Sabía que, antes o después, llamarías”, se adelanta a decir Juan nada más descolgar y antes de que la otra parte emita siquiera un solo sonido. “Lo siento, pero no soy Adela”, responden al otro lado del auricular. Todas las palabras que siguen a aquellas seis primeras le mantienen totalmente inmóvil, petrificado. Siente como todo el caos que le rodea comienza a girar a su alrededor, a observarle desde el más absoluto de los silencios, a acompañarle en su buscada soledad, hasta el ahogamiento. Juan cuelga el teléfono. Las lágrimas asoman por sus ojos, recorriendo sus mejillas hasta tropezar con la barba de cuatro días, mientras la lluvia golpea con fuerza su ventana y resuenan en su cabeza las últimas palabras que le dijo Adela: “quizás cuando decidas cambiar, cuando decidas tomar las riendas de tu vida, sea demasiado tarde para compartirla con la mía”. Demasiado tarde para quien ya no tiene un hoy, ni tampoco un mañana.