Por: Carlos B. González PecotcheArtículo publicado en Revista Logosófica en julio de 1943 pág. 17
Recorriendo a través de las épocas, mirando lo que el hombre hizo y quiso hacer, se encontró con que al final de cada capítulo, las palabras se perdían en un espeso laberinto de pensamientos, culminando muchas veces en la desesperanza y el extravío.
Para lograr esa aspiración, buscaron por doquier todos los elementos que por aquel entonces vieron más convenientes, pero siempre hubieron de encontrarse con grandes tempestades que convertían esos edificios en escombros.
Y los hombres, perdidos y diseminados por el mundo, continuaron en medio de la desorientación y el desamparo, como llevados por un destino desconocido del cual no podían librarse.
Miras, tal vez bordeadas de ilusiones, que tuvieron por objeto llegar a satisfacer una de las tantas aspiraciones que el hombre suele tener cuando percibe que dentro de él hay algo más de lo que su propio ser aparenta.
A medida que se internaba en las páginas del libro, vio que sólo quedaban de las antiguas razas humanas meros vestigios y uno que otro rasgo prominente con que poder reconocerlas, reunidos al excavar ruinas y extraer parte de esos objetos que son partículas denunciadoras de sus costumbres y llevan el sello de la evolución alcanzada por cada una de ellas.
El sabio, entonces, pensó: si desde los primeros días hasta aquí, pudo escribirse este libro, ¿por qué no he de escribir yo sobre la vida de los hombres otro más grande, comenzando desde la última página de ese libro que se llama Historia del Mundo?
A todo esto, la obra ya había nacido en lo más interno de su ser. Se había propuesto hacerla y comenzó por trazar los cimientos del edificio que habría de construir.
Todos le daban consejos, y el sabio, sobre cada uno de los que se aproximaban hacía profundos estudios, dándole la impresión de que eran como la cal y la tierra romana, elementos que utilizaba, pues le servían para ponerlos entre los ladrillos.
Y mientras todos se divertían en la creencia de que lo hacían a su costa, él continuaba imperturbable levantando su obra, cuyo proyecto a nadie había confiado. Hasta hubo quienes le tiraban piedras con ímpetu agresivo, mientras otros le mezclaban la tierra con la cal.
Así continuó, infatigable, la obra, hasta levantar las paredes del edificio por encima de la estatura humana, obligando de esta manera al género rebelde, a mirar hacia arriba y verle trabajar en lo alto.
Si miramos ahora el fondo de la imagen descrita encontraremos que el constructor de la obra era un viejo sabio que abría las puertas de una alta escuela para acoger en su seno y enseñar el verdadero camino a cuantos se habían extraviado en los múltiples senderos que se pierden por el mundo.
Tarea harto difícil, pues, es la de hacer comprender al ser humano la trascendencia que ha de implicar para su vida el acopio de conocimientos para el mejoramiento de sus condiciones morales, intelectuales y físicas, sobre todo, frente a su indiferencia, propiciada por la propia negligencia mental, tan común, especialmente en el tipo medio e inferior de las clases sociales.
Ha pasado el tiempo, y el viejo sabio, hoy como ayer cuando hojeaba las páginas de aquel gran libro, continúa su labor imperturbable, y la continuará a través de los siglos con el mismo amor y entusiasmo del primer instante, aunque se piense o hable de él cuanto puede ocurrírseles a las mentes que le observan. La perseverancia del tiempo sobre el hombre hace que éste envejezca; en cambio, si el hombre persevera sobre el tiempo, detiene su vejes y permanece en una juventud eterna.
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