El abuelo, el niño y los mariscos

Publicado el 11 noviembre 2013 por Yohan Yohan González Duany @cubanoinsular19

Por: Yohan González

Sábado 9 de noviembre

“Una experiencia única a solo 45 minutos del centro de La Habana”, así nos invita la emisora Radio Taíno a visitar el recinto feria ExpoCuba -el mayor de su tipo de la nación- ubicado a las afueras de la ciudad capital cubana. Pero el viaje hacia tan “único” lugar no fue para nada una “experiencia” de 45 minutos. Desde el centro de la ciudad (municipio Centro Habana) hasta el recinto ubicado en la zona del Parque Lenin (municipio Arroyo Naranjo) dista un viaje de aproximadamente hora y media con dos líneas de autobuses incluidos, una que nos acerque hasta la Plaza Roja –no la de Moscú sino la de la Diez de Octubre- y otra desde la Plaza, para nada Roja, hasta la entrada a ExpoCuba.

No acudí seducido por el llamado radial sino por la intención de asistir a ese museo paradisíaco llamado Feria Internacional de La Habana, a donde los mortales vamos, una sola vez al año, a ver lo mejor de Cuba y lo que llega del mundo. Como todo museo, a este solo se va a mirar y tirar fotos, no se puede comprar lo que se ve, pues no se vende nada y mucho menos está al alcance de nuestro salario; pero como todo museo, siempre uno se puede llevar un souvenir o una foto, esta vez  como recuerdo de la visita a un paraíso curiosamente ubicado a 45 minutos del centro de La Habana.

A la llegada resaltan a la vista dos filas, o colas como le hacemos llamar en Cuba. Una para quienes portan invitaciones o pases diarios y otras para aquellos que, sin ser llamados o invitados por el paraíso, apuestan por pasar un sábado familiar en un museo bien peculiar. A un costado de la cola están, silenciosos y bien camuflados, esos seres adaptados a sobrevivir al margen de las colas y los tumultos: los revendedores. En silencio, y con un grueso de pases en sus manos, son la salvación de aquellos que no fueron invitados y que deseen saltar a la zona de los privilegiados, que siempre es la que más rápido y primero entra. Ignoro cuanto puede costar las entradas que están en sus manos y ni siquiera sé de donde pueden sacarlas, aunque quizás, como dice un amigo, han forjado, de conjunto con los porteros de la entrada, una alianza que permite montar todo un negocio paralelo de enriquecimiento a costa de los pases al paraíso.

Tras una espera de aproximadamente 15 minutos, las puertas del paraíso se abren ante mis ojos y sin un San Pedro a lo cubano ni mucho menos juicio divino, estoy en la tierra de los privilegiados, estoy en la muestra de lo mejor de Cuba en materia de productos comerciales así como una muestra, muy pequeña, de lo que hay más allá del horizonte.

El camino comienza por el Pabellón nacional, como una forma de llevar a cabo aquella gastada y comercializada frase de “Lo mío primero”, pues antes de ver lo extraño, hay que admirar y rendir tributo a lo nacional. Tras cruzar el umbral del pabellón y sumergirme en un mundo de marcas de tabaco, compañías farmacéuticas y biotecnológicas y stands de rones y aguas, comienzo a admirar las potencialidades de exportación de mi país. No está la pasta Sonríe, ni mucho menos el cigarro Criollo, ni el café Hola; está los rones Legendario y Havana Club, el agua Ciego Montero, las cervezas Cristal y Bucanero y el café Serrano. Veo sus stands, sus diseños, el porte de sus encargados de negocios hasta el rostro de las modelos que venden un producto, fruto del trabajo de un cubano anónimo.

Atiborrado de tanto producto “made in Cuba” me encamino, de conjunto con quienes me acompañan, hacia la salida del pabellón con vistas a descubrir que nos viene desde “a-fuera”. Pero el final depara lo mejor.

En un pasillo, semioscuro, una luz reluce, como si invitara al transeúnte a llegarse obligatoriamente a su encuentro. Frente a ella, un grupo pequeño de personas admiraban, como si fuera algo desconocido o quizás lejano, un freezer repleto de camarones, langostas, langostinos y truchas.

Un niño y su abuelo, los más cercanos del grupo al freezer miran con detenimiento aquella escena, que bien se me parecía a la reacción de ver algo por primera vez. Con asombro y duda el niño le pregunta a su abuelo que cosa es aquello que ven sus pequeños e inocentes ojos.

-   Son productos pescados en el mar de Cuba – le responde el abuelo, a quien las arrugas y las betas de cana en su pelo muestran como un hombre de más de 60 años.

Los ojos del pequeño se mantuvieron durante unos segundos admirando el freezer como si quisiera entender en su cabeza que cosa eran aquellas “bichos” mitad congelados y mitad mounstrosos.

-   ¿Se comen abuelo? – preguntó el nieto.

-   Si, se comen. – respondió con una sonrisa el abuelo acompañada con la complicidad de los allí presentes. Y toma de la mano al niño y se lo lleva de camino hacia la salida del pabellón.

Suerte tuve de poder documentar, con imágenes, el momento en que, a 45 minutos del centro de La Habana, un niño, que del cual no sé ni sabré nunca su nombre, tuvo la oportunidad de, por primera vez, conocer un manjar, que cual ambrosía, está solo destinado a los habitantes permanentes del paraíso.

Continuará…


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