Era el mayor de trece hermanos. Salió de un pueblecito de la provincia de Lugo abrumado por la miseria de sus padres. Cogió un barco con doce años, y comenzó la aventura de cruzar el océano para llegar a Cuba. Imagino los temores y esfuerzos que tuvo que pasar, la soledad y la fuerza que lo acompañaron, las ilusiones…
Ya en el barco, barría la cubierta para sacar algún dinero durante el viaje, y una vez en Cuba trabajó en un cine que acabó siendo suyo. Pronto comenzó a prosperar, y fue llevándose con él a sus hermanos varones, que medraron allí gracias a él y llegaron a ser gente adinerada.
Tuvo un café, de ésos que vemos en las películas, donde convivían los negros con los blancos, y pasaban el tiempo acunados por el ron y la música. Y conoció a la que luego sería mi abuela. Él trabajaba en una plantación de caña de azúcar y ella era la hija del capataz, y paseaba a caballo por la finca… Nos contaba que ésta era tan extensa que tardaba varios días en recorrerla.
Luego vinieron a España, y en 1929 nació mi madre.
Mi abuelo era un hombre rico y respetado en su ciudad, en su tierra… Tenía dinero, ilusiones, y una inteligencia y habilidad innatas para los negocios.
Era sabio aunque no había estudiado. Tenía prudencia, serenidad, y sabía escuchar.
Gracias a él vivo donde vivo y, en cierto modo, soy lo que soy (porque acaso lo mejor de mí misma, la voluntad y el espíritu de laboriosidad y de esfuerzo, creo haberlos heredado de él).
Hoy, cuando hace 31 años que nos abandonó, los recuerdos brotan de muy lejos. Yacen dormidos en el corazón y salen de pronto, movidos por el sentimiento del cariño y la nostalgia.
Son estampas de mar, de juegos infantiles, de esa figura cercana que siempre sabía darnos la confianza necesaria, la seguridad y el apoyo. Son recuerdos de peleas y gritos de niños, de comidas y reuniones, de viajes y viajes, de consejos… Son también recuerdos de aquel triste viaje de calor y muerte hacia Galicia, aquel silencio en la intimidad de dos luces y en la intimidad de las flores, y el reposo de aquel guerrero que ya había llegado a la meta después de un duro bregar y que, sin embargo, parecía tener solamente entornados los ojos como en una siesta de la que pronto despertaría… porque él no podía morirse, siempre había alimentado la idea de que a él no podría vencerlo nada.
Recuerdo también que entonces, inevitablemente, evoqué a Lorca cuando lloró a Sánchez Mejías, su amigo muerto prematuramente en los ruedos (deformación profesional de quien cada día convive en amorosa relación con la literatura), e hice míos aquellos versos memorables:
Estamos con un cuerpo presente que se esfuma
con una forma que tuvo ruiseñores
y la vemos llenarse de agujeros sin fondo.
…Yo quiero ver aquí los hombres de voz dura.
Los que doman caballos y dominan los ríos:
Los hombres que les suena el esqueleto y cantan
con una boca llena de sol y pedernales.
Aquí quiero yo verlos. Delante de la piedra.
Delante de este cuerpo con las riendas quebradas.
Yo quiero que me enseñen dónde está la salida
para este capitán atado por la muerte.
Recuerdo también la tristeza suma de querer aprisionar su cara en mi memoria antes de que se fuera para siempre, porque me martilleaba la idea de que jamás volvería a verlo, pues la última imagen sería la de entonces, para siempre…
Esta imagen sacude, aún hoy, mi alma.
Quizá más allá de los espacios invisibles, más allá de las estrellas, pueda llegarle hasta donde esté, él o su recuerdo, el eco triste de mi voz en este día de mayo en que lo recuerdo y lo echo de menos…
Este día en el que hace veinticinco años que lo enterraron para siempre…
Sección para "Curiosón" de Beatriz Quintana Jato.