Alguna vez todo el mundo ha sentido el peso de la normalidad, el sopor paralizante de la cotidianeidad en su vida. La sucesión de días todos iguales y siempre haciendo lo mismo te convierten en un autómata cuyo trabajo es más relevante que sus sentimientos. De hecho, es necesario no sentir y hasta no pensar para realizar una tarea repetitiva y castrante en la que sobran la imaginación y la creatividad que perturban la rutina de lo establecido. A veces, eso es a lo que aspiran las personas que no toleran retos imprevistos y huyen de cualquier alteración que haga tambalear una seguridad milimetrada, pero en otras ese hábito imperturbable les causa frustración por impedir explorar horizontes distintos o metas diferentes. En todo caso, el impasible encanto de los días, en su lento transcurrir desde que sale hasta que se oculta el sol, incluyendo las horas dedicadas al sueño, hace que cada jornada sea idéntica a la anterior, con la única excepción de tachar diariamente una fecha en el calendario. Ese ritmo monótono con el que se administra la vida, cual cadena de montaje, embota la espontaneidad y aliena una existencia en la que toda actividad está prevista de antemano. Tan sólido y preciso es el engranaje social del que formamos parte que renunciar a él o detenerlo provocaría graves perjuicios en su organización y funcionamiento. Afectaría al sentido último y a la suprema finalidad productiva y mercantil de nuestra convivencia en sociedad. Nadie puede escapar de la norma que regula la utilidad en función de la rentabilidad y en la que toda veleidad hedonista y la distracción ociosa e improductiva no se contemplan o se consienten sólo a diletantes y herejes lunáticos. Los que somos considerados “normales” estamos condenados a soportar el sereno encanto de los días y sentirnos afortunados con notar todo su aburrimiento.