Adolfo, su montaraz retoño, ha tirado por las cloacas las enseñanzas de bonhomía, solidaridad y afecto que ella trató de imbuirle durante tantos años de penurias y sacrificios e ímprobo esfuerzo, amén de una paciencia infinita digna del santo Job. Adolfo es un ladrón de sentimientos. Se los ha llevado todos, sin permiso ni compasión, para suplirlos por vehementes exabruptos, rapapolvos y contiendas, insultos, afrentas y faltas de respeto inaceptables para el corazón. Y es que su amado hijo posee un talento innato para el escarnio, las burlas, el acoso y la búsqueda voluntaria deconflictos y trapisondas.
Me cuenta muy convencido que Francia, Turquía y España limitan al norte con Marruecos y Afganistán, que cinco por cuatro son doscientos treinta y cinco y que Napoleón contrajo nupcias con Juana de Arco pocos meses antes de encamarse con Cleopatra y Mae West. Le parece graciosa su ignorancia y su chispa ilimitada para perder el tiempo con naderías e infundios sin sentido, cuyo propósito final es enervarme y faltarme al respeto, sublevarse a fin de cuentas, por el mero hecho de ser rebelde e indomable. Se rodea Adolfo de una pandilla de haraganes que le ríen las gracias porque le temen más que le aman. Tienen miedo del sicario bravucón. Saben que s permanecen a su lado se alejarán de las dianas que les convertiría en el objetivo de su pútrida exhalación de violencia y hostigamiento feroz que no distingue entre alumnos, profesores o rectores. Matilde, obnubilada, ignora por qué castigos incognoscibles su pequeño tesoro, Adolfo, dejó de pronto de ser el faro que alumbraba su vida para convertirse en una masa incandescente de carbones encendidos, cuyas brasas arrasaron el amor prístino de la madre dichosa para dejar un poso de abatimiento y decepción. Todas las mañanas se repite Matilde que su hijo es bueno, que es solo un chiquillo travieso y que su amor primigenio por él no ha cambiado, que sigue ahí, como el primer día, cristalino e inmaculado.
Después, cuando llegan las denuncias escolares, el bochorno y la aflicción anegan el alma de Matilde para ahogarla en un océano insondable de interrogantes: ¿Quién es el monstruo que nació de mi vientre entre arrullos, besos y caricias? ¿Dónde se fue el amor instintivo de la madre por el fruto de sus entrañas? ¿Por qué tengo que hacer un esfuerzo cada mañana por reconocer a mi hijo y perdonar todos sus desprecios y desmanes? ¿Quién es ese traidor ingrato que ha transformado mi veneración en miedo y vergüenza, culpabilidad y sometimiento, desencanto y depresión?