El mundo del cine todavía no ha asimilado del todo la dura pérdida del irrepetible Philip Seymour Hoffman cuando se entera de la lamentable desaparición de Robin Williams, otro grande de la cartelera de nuestra memoria. En condiciones menos que normales y tan sólo a los 63 años, se ha marchado demasiado pronto; y es que nunca es tarde para la muerte, pero hay edades que hacen especial sangre y llevan adherida de serie la palabra “injusticia”.
El mayor reconocimiento para un artista es que tras su muerte su figura de ninguna de las maneras vaya a caer en el olvido, pero tampoco está mal la cúspide profesional en forma de estatuilla dorada de Hollywood que ganó, esta vez sí, en 1998 por su intenso trabajo en El indomable Will Hunting, logro que disparó su caché económico y de popularidad más aún de lo que su figura ya representaba para la industria en más de un sentido.
Intérprete de físico particular y clarísimo don para la comedia, logró a base de talento demostrar que era bastante más que eso, y su filmografía con predominio hilarante se ha ido cuajando de diversidad que apunta directamente al talento actoral de este tipo particular que un día dijo que las drogas eran el aviso de que estás ganando demasiado dinero. Precisamente, y que se sepa, con la cocaína y con el alcohol (en dos ocasiones) tuvo Williams peligrosos escarceos, y sus cercanos comentan que hacía varios años que peleaba contra una persistente y lúgubre depresión.
Robin Williams, el actor, ha muerto joven, de manera trágica y abrupta, nos ha demostrado que no era mentira la tristeza que se atisbaba en sus pupilas y muchos son los que le conocieron y aseguran que, además de tener cara de buena persona, era buena persona. Descansa en paz, oh capitán, mi capitán.