En el mostrador algunos recalcitrantes bebían vino o caña en vaso duralex al lado de un pulpero y una caja registradora que al ingresar dinero sonaba en melancólica cadencia sin desentonar con cuatro viejos musiqueros que tocaban como sabían para los que aun tenían piernas como el pibe Pergamino o para endulzar el sueño de algunos que dormitaban tapados por abrigos. En el fondo había un portón de madera y una puerta mas pequeña por donde se iban yendo los que saciados de tango o desayuno abandonaban para siempre el corazón del Tango Divino. Aquella "salida mágica" debía estar lejos del cuerpo principal del festival o la inminencia de la mañana había disuadido a los monstruosos vecinos y los clausuradores. Mientras Pelandrun desplegaba su saber filosófico queriendo interesar a las muchachas en el elaborado proceso del amasado factico del pan y los pensamientos me fui al mostrador buscando algún consuelo gastronómico. Al lado de los precios de la caña, el Casalis, la Grapa, la ginebra, la empanada hojaldrada, el sanguche campero de matambre o lomito, el vino, el sifón, las facturas de membrillo y crema, el salame picado grueso, la galleta, la figazza y la bondiola, vi escrito en un cartel lleno de grasa el ultimo poema de R.Lamido el que marcaba la despedida:
" que el tiempo no te robe la inspiración, ni el sueño la ilusión de aprender . Que todos tus adioses sean dignos."
En una mesa Divino con su manchado esmoking compartia galleta, huevos fritos y pesar con algunos samurais que llevaban la armadura de goma espuma destripada. Cada tanto miraba hacia la puerta sin dejar de esperar. Compré dos jarros esmaltados con el logo del Festival: un faro iluminando un mar de zapatos en tinieblas. Me los llenaron de mate cocido para acompañar dos empanadas de carne cortada a cuchillo. Compre también media docena de pastelitos para la comida o la merienda, que guarde en la bolsa junto con la tablet. Había un lugar libre cerca de la puerta y hacia allí fui. No me quería cargar de abrazos y tristezas al atravesar el salón en retirada. Cuando me senté una muchacha arrebujada en un abrigo que me parecía familiar abrió los ojos y me saludo, medio dormida. Era Laura. A falta de un tango para compartir alargue la mano ofreciéndole jarro y empanada, como hacia Raul Mamone. "Ya es tarde - dijo - Nos vamos". Empujando la puerta se vio entonces el belfo de "Corsini" el Caballo del Indio con su dueño al lado. Laura fue hacia ellos y ayudada por Martín subió agarrándose al cuello del animal. Luego de saludar desaparecieron los dos en la alborada.
Vieytes y Luconi vinieron a saludar, con la mochila llena de empanadas. "Vamos a batir la periferia, por si quedara alguna jeta por machucar en las inmediaciones." - dijeron. Pelandrun, Pergamino y las muchachas no se veían por ningún lado.
Un par de obsesivos quiso cantar para que alguno bailara. Le estaban sobrando, como yo, a un final digno.
Salí a la calle con uno de los jarros casi lleno. En el ostentoso coche que había pertenecido a un cura tanguero, ahora propiedad de Diogenes Pelandrun filosofo, pizzero y místico me esperaban los compañeros restantes de aventura. Me acomode atrás, junto a Pergamino y Lara. Nos alejamos del bote salvavidas y el naufragio. La calle se abría al campo e iba en paralelo junto a la vía del tren, detrás de unas alambradas. Tras una reja se veía ya el anden, con algunas pocas islas de milongueridad flotando aun en los compases idos, ensuciando de noche y fatiga la mañana recién estrenada. Cuando dejábamos atrás la estación vi entre los que esperaban a una mujer parada sola. Tenia un porte que reconocí y un vestido con un diseño de madreselvas. Desesperado grité a Pelandrun que parara el coche. Sin esperar que se detuviera por completo salte con los jarros en la mano, vaciando todo el mate cocido que quedaba en mis piernas. El tren llegaba en ese momento. Rodee las rejas. Me caí. Me levante. Las rodillas me ardían. Ella había subido y estaba parada frente a la puerta mirando sin ver. Alcance a llegar al molinillo automático sacando la tarjeta y pasándola. El molinillo se abrió. Sonaron los pitidos. Grite. Las puertas se cerraron. Volví a gritar. Llegue corriendo hasta el vagón con los pantalones manchados destrozados, la derrota en la expresión, los jarros vacíos aporreando la puerta. Desde arriba ella me miro. "Helena" - Grite - "Tu belleza es como esas barcas Niceas que en el perfumado mar en calma llevaban al viajero fatigoso a su nativa costa..." Acaricie el momento para detenerlo. Por un instante me vi arriba. Pero la poesía no suele abrir muchas puertas. Y las de trenes nunca. Me quede parado como tantas veces en el anden viendo como se iba, haciendo un estúpido movimiento de impotencia con los jarros en alto a modo de saludo, sin terminar el poema de Poe y pisoteando un folleto arrugado del Festival que todavía olia a su perfume.
Cuando llegó el siguiente tren y los últimos milongueros nos subimos con la mirada baja, el mate cocido ya se había secado, las rodillas me dolían menos que el alma y la mitad de los pastelitos era historia.