La tarde del 9 de julio de 1974, un individuo acudía al Hospital Universitario de Georgetown, en Washington D.C. a ver a un antiguo colega, hospitalizado tras sufrir un infarto unos días antes, para interesarse por su salud y, además, para comunicarle en rigurosa primicia una noticia a punto de saltar a la luz pública: el Tribunal Supremo, por unanimidad de sus integrantes, había decidido que el presidente Richard Nixon había de entregar el material clasificado, los que posteriormente serían conocidas como las grabaciones Watergate. “Pronto quedó claro que al Presidente debía tratársele como a cualquier otra persona”, dijo el visitante, a lo que el paciente, con una energía impropia de quien había padecido un ataque cardíaco hacía apenas una semana, se apresuró a decir “Gracias a Dios. Gracias a Dios. Gracias a Dios. De no ser así, Bill, ello hubiera supuesto el final de nuestra nación tal y como la conocemos”. El paciente del hospital universitario que con tantas manifestaciones de alegría había recibido las últimas novedades judiciales era el anterior chief justice, Earl Warren, su amigo y visitante era William Brennan, uno de los jueces del Tribunal, y el caso en cuestión el United States v. Nixon. Por encima de simpatías o antipatías, la ley era clara y como tal debía aplicarse, y los ocho magistrados (William Rehnquist se abstuvo al haber formado parte del staff del Departamento de Justicia bajo la presidencia de Richard Nixon previamente a acceder al cargo de magistrado del Tribunal Supremo) acordaron que el presidente debía entregar las grabaciones que poseía sin que pudiera acogerse a la inmunidad alegada, pues Nixon pretendía, y así lo argumentaron sus abogados en los oral argument ante el Tribunal Supremo, que la cuestión sometida a enjuiciamiento no era de naturaleza judicial, sino ejecutiva, y suponía estrictamente un conflicto en el seno del poder ejecutivo y, por tanto, únicamente éste podía solventarlo. Ya hemos indicado que el Tribunal Supremo rechazó de plano dicha tesis en una sentencia redactada por el chief justice Warren Burger (que debía su nombramiento precisamente a Nixon), y en la que se citaba como precedente United States v. Aaron Burr, otro caso anterior donde se había solicitado del presidente una citación con orden de comparecer presentando determinados documentos oficiales (lo que técnicamente se denomina supboena duces tecum). La doctrina era clara: nadie, por muy alto cargo que ocupara, era jurídicamente más que otro ni la ley le otorgaba más privilegios procesales que a cualquier otra persona. Y, ocioso es decirlo, nadie, pese a ocupar nada menos que la presidencia de la república, podía ostentar el privilegio de ser enjuiciado en el máximo órgano judicial de la federación, sin perjuicio de que el asunto en cuestión pudiese finalizar en dicha instancia agotando la vía procesal ordinaria.
La lección extraída del presente asunto por desgracia no puede aplicarse en nuestro país, donde no sólo el presidente, sino los ministros, diputados y senadores encuentran un privilegio personal en el aforamiento, una institución de arcaicos orígenes y hoy absolutamente desfasada hasta el punto de que en pocas naciones la clase política goza de tanta sobreprotección como en el nuestro. Por eso no pueden causar más que una indignación las temerarias manifestaciones del notario mayor del reino y Ministro de (des)Gracia e (in)Justicia don Alberto Ruíz Gallardón cuando aseveró no sólo que el aforamiento no es un privilegio, sino que de los diez mil aforados siete mil son jueces, magistrados y fiscales. Pues bien, don Alberto, el aforamiento es un privilegio personal y, por tanto, quiebra el principio de igualdad ante la ley y, como tal, debería desaparecer no sólo para políticos, sino para jueces y fiscales. Es comprensible que en su doble condición de político en activo y fiscal en excedencia pretenda cubrirse las espaldas por ambas vías, pero tanto para unos como para otros la sobreprotección es absolutamente atentatoria contra el derecho de igualdad procesal. A mayor abundamiento, en unas muy recientes declaraciones el catedrático de derecho procesal don Vicente Gimeno Sendra ha manifestado que el aforamiento acaba protegiendo la corrupción al afectar a delitos cometidos que no tienen que ver con la labor política y el correcto funcionamiento de las Cámaras.
El actual Ministro de Justicia ha hecho poco honor a su apellido, pues si algo caracterizó su intervención relativa al tema del aforamiento es tanto por lo hipócrita del razonamiento así como por la escasa gallardía del mismo, al pretender escudar el privilegio político en el hecho de que jueces y fiscales también gozan de la misma protección. Pues bien, una persona no puede gozar de un fuero personal simple y llanamente por las funciones que ejerce. No por ostentar un ministerio o vestir puñetas uno debe sustraerse de la acción de los Tribunales ordinarios. La lección del United States v. Nixon debiera haber servido a Gallardón para no caer una vez más en el lodazal de miseria en el que anida desde hace ya año y medio. Y por si ese caso no le sirviera, podría haber recordado el Al-Kidd v. Ashcroft, donde el que fuera primer Attorney General de Bush fue demandado en vía civil por actos cometidos en el ejercicio de su cargo ante un juzgado federal de base.
Y, por cierto, no deja de ser curioso que el nuevo proyecto de Código Procesal Penal se deslice hacia el sistema norteamericano de justicia penal, pero orillando o evitando sus consecuencias más vitales: la inexistencia de fiscales por oposición, la elección por sufragio universal de los fiscales de distrito y fiscales de los estados así como la inexistencia de aforamiento de dichos profesionales, sin perjuicio de que sí gocen de inmunidad por actos realizados en el ejercicio de sus funciones, inmunidad que cede si se demuestra que han abusado de la misma.
Monsieur de Villefort