Un ejemplo de ello son los procedimientos de donación y trasplante de órganos en la práctica médico-quirúrgica en la actualidad, que desatan controversias entre amplias capas de la población, no necesariamente entre las menos formadas e informadas. Del mismo modo que la cremación de cadáveres tuvo que sortear la resistencia de quienes consideraban que de las cenizas no podía resucitar ningún difunto, como prometía su religión, también la donación de órganos genera aún discusiones sobre la posibilidad de transmitir la personalidad del donante al receptor de la víscera. Son opiniones que han de respetarse siempre y cuando se limiten al ámbito individual de quien las pronuncia y las asume, como ser Testigo de Jehová y no permitir la transfusión de sangre.
Pero cuando una persona con la formación universitaria de Mariló Montero expresa sus creencias particulares a través de un medio de comunicación de tanta difusión como Televisión Española, capaz de influir en una audiencia inmensa que puede no tener acceso a una información más completa, veraz y exacta que la que recibe por la pantalla, está comportándose contrariamente a lo deseado en un profesional del periodismo y está desvirtuando una realidad de la que no se ha documentado en absoluto. Hablar, como hizo ella en el programa que conduce en “Las mañanas de TVE”, acerca de la idoneidad de un trasplante en función del donante, refiriéndose a la posibilidad de que la familia del asesino de Albacete autorice la donación de sus órganos, es cuando menos una irresponsabilidad que la osadía ignorante de la presentadora no alcanza discernir. ¿Creerá acaso que los órganos y vísceras del asesino convertirán homicida a quien los reciba?
Parece mentira que, a esta altura de la historia, la ciencia tenga aún que batallar, para extender sus beneficios, contra los prejuicios que abundan en el seno de colectividades cuya preparación intelectual les presuponía libres de ellos. Son personas que quedan ancladas a tradiciones y estrecheces mentales que ninguna sabiduría es capaz de contrarrestar. Siguen aferradas a concepciones del mundo y de la vida ampliamente esclarecidas por la ciencia. Prefieren el alma inmaterial, indestructible e inmortal de Platón antes que reconocer que un “yo” neurológico origina la consciencia en el ser humano y rehúsan situarla en el cerebro, donde “nacen las reacciones bioquímicas que dan sentido a la consciencia”, en palabras de Francis Crick, premio Nobel de Medicina, en 1962, para ubicarla en trascendencias sobrenaturales mucho más hermosas literariamente, pero nada ciertas ni comprobadas científicamente. La tozudez de las creencias es infinitamente mayor que la complejidad empírica de la ciencia, pero, siguiendo al investigador citado, “llegará el día en que la Humanidadaceptará el concepto de que el alma y la promesa de vida eterna no existen, así como hace siglos debió aceptar que la Tierra era redonda”.
Puestos a dejarse llevar por los prejuicios, la periodista podía incluso mostrar las conjeturas que persiguen a la transfusión sanguínea como vía de transmisión del carácter del donante al enfermo, tal como se creía al principio, a mediados del siglo diecisiete, cuando Jean-Baptiste Denis inyectó sangre de cordero a un hombre que sufría arrebatos de cólera con la intención de que la mansedumbre y ternura del animal calmara al enfermo. Incluso podía remontarse a tres siglos antes de Cristo para, con Hipócrates, mostrase seguidora de la Teoría de unos Humores (sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra) que constituían, en una proporción indeterminada, todos los fluidos del organismo, cuyo exceso o carencia provocaba la aparición de las enfermedades, y en relación con los cuatro elementos de la Naturaleza (fuego, aire, agua y tierra) permitían diagnosticar enfermedades, definir el carácter del enfermo y hasta la estación del año.
Todas las elucubraciones que ha construido el hombre han servido para dar explicación a lo desconocido hasta que la ciencia ha descubierto sus causas. La vertiente psíquica del ser humano es también objeto de la ciencia a través de la psicología, la psiquiatría y las neurociencias, que cada día ofrecen respuesta a los interrogantes que plantea. Ese yo consciente sobre el que especulaban los filósofos no anida más que en la complejidad neuronal del cerebro, siendo difícil que preexista al hombre, como aseguraba Platón, o que provenga de un principio divino, como creían Aristóteles y muchas religiones.
Es comprensible que a los seguidores de estas doctrinas morales, no científicas, no les sea agradable aceptar hechos que refutan sus creencias. Pero no se puede tolerar que hagan divulgación de las mismas a través de un medio público de comunicación cuando han sido sobradamente arrinconadas como supersticiones por el conocimiento científico y la verdad objetiva, demostrable y comprobable. No se puede tolerar porque la capacidad de manipulación de estos charlatanes es pavorosa y no existe vacuna alguna que pueda amortiguarla, ni siquiera las protestas minúsculas como ésta que intentan paliarla.