̶ Papá, ¿por qué a los niños los trae la cigüeña y a mí una valenciana?
̶ Porque en esos tiempos nacían muchos niños y las cigüeñas necesitaban intermediarios.
En honor a mi llegada mi padre plantó un almendro y mi madre escribió un libro de mi crecimiento. Me llamaron Clara y a mi gemelo: “El almendro de Clara". Toda mi vida se renueva en mi memoria solo con verlo. El abuelo fijó su silla bajo su sombra y al caer la tarde me cascaba almendras que saboreaba al aroma de las lilas que estaban cerca.
El almendro se hizo todo brazos a la vez que mis formas corporales se fueron ondulando.
Durante mis primeros años fue columpio con una cuerda entre sus ramas y mi lugar preferido para esconderme. Plantaba cara al crudo invierno y se vestía sus mejores galas cuajadas de flores blancas para alegrarme la vida y vaya que si lo conseguía. Jamás necesité una cabaña porque la mía estaba en las alturas, entre sus ramas. En la adolescencia, espiaba al vecino que jugaba en su jardín con los amigos. Solo con verlo se me aligeraban las tediosas tardes de estío. Atrevido y con descaro se despojaba de sus ropas para lanzarse a la piscina. Capricho ante mis ojos que me estremecía entera y me desvelaba lo oculto de la vida. El almendro supo de mis lágrimas de enamorada incomprendida. La prueba en forma de corazón quedó grabada en su corteza. Siempre que volvía pasaba un dedo por su perfil rugoso; me lo cuidaba como el gran amigo que sabe guardar un secreto.
Años más tarde fue el vecino el que se fijó en mí. Al verlo, me costó acoplar su rostro con el de mis recuerdos. Éramos dos relojes descompasados, en el mío ya se había pasado su tiempo.
© María Pilar
(Este relato ha resultado ganador en el concurso de relatos en prosa: "Recuerdos", de Territorio de Escritores)